sábado, 22 de mayo de 2010

La sana doctrina y la fe


Enric Capó, España

Quisiera empezar el presente comentario refiriéndome a la reciente Declaración de la Junta Directiva de la Asociación de Teólogos Juan XXIII , publicada en este mismo portal, que clama por una Iglesia Católica más abierta que responda mejor a las necesidades y exigencias del mundo actual y esté más de acuerdo con el espíritu del evangelio. Se trata de un documento importante que aborda con sinceridad y sin ambages las cuestiones más candentes que la Iglesia Católica tiene ante si y que afectan su a testimonio en el mundo. No son cuestiones nuevas ni propuestas descabelladas, sino un resumen de lo que, desde diferentes ángulos, se proclama como de urgente actualización.

Quizás lo más relevante de la Declaración sea la siguiente afirmación que encontramos casi al final: “el criterio determinante de conducta, en la Iglesia de Jesucristo, no es la obediencia incondicional al papa, sino la fidelidad al Evangelio.” Y es en nombre de esta fidelidad al evangelio que se propone una reforma de la práctica de la Iglesia en asuntos tales como: su democratización, con una participación más activa del pueblo en los procesos de decisión; una decidida opción por los pobres, que implique una lucha comprometida por la justicia social; una mayor libertad de expresión, con especial referencia a los teólogos que han sido silenciados; el acceso de las mujeres al ministerio ordenado; la supresión del celibato obligatorio para los sacerdotes. También hay una referencia a los abusos sexuales a menores, del que tanto se ha hablado, y una sugerencia a que el papa, ya muy anciano, dimita de su cargo.

¿Tenemos los protestantes algo que decir en relación con esta Declaración? Algunos dirán que no, que de ninguna manera, que esto es una cuestión interna de la Iglesia Católica y que, por tanto, no nos concierne. Allá ella con sus problemas. Pero esto no es así. En este mundo diverso que hombres y mujeres de diferentes culturas, religiones e ideología compartimos, no vivimos en compartimentos estanco cerrados y aislados. Vivimos en comunidad en un mundo cada vez más pequeño. Somos dependientes unos de otros y hemos de aprender a reconocer que todo lo que hace un cristiano o una iglesia cristiana, nos afecta a los demás cristianos, aunque pertenezcamos a confesiones muy alejadas y con prácticas muy distintas. Ser cristiano implica que el testimonio de uno afecta, nos guste o no nos guste, a todos. Vivimos en un mundo en el que los aciertos y los errores de los demás de alguna manera nos afectan y nos comprometen. Católicos, protestantes y ortodoxos -todos nosotros- tenemos un mismo punto de referencia: Jesús. Somos co-responsables de lo que hemos hecho con su figura y con su enseñanza, por lo que, un mínimo sentido de lo que significa para nosotros la exigencia de unidad que nos viene de Cristo, nos ha de llevar a ser solidarios unos de otros, ayudándonos mutuamente en nuestro camino de fidelidad al evangelio. Y todavía deberíamos ir más lejos y citar el viejo proverbio latino que más nos compromete como seres humanos: Homo sum: humani nihil a me alienum puto. (Hombre soy y nada humano me es ajeno)

No soy un cristiano novo testamentario, como algunos gustan de llamarse. No existe tal cosa. No puede existir. Tratar de salirnos de la historia y pretender ser independientes, inocentes de los hechos que marcan el camino humano, es pura ilusión. Quizás nuestra historia no nos guste y quisiéramos estar en la primera iglesia de Jerusalén, pero esto no es posible. Los veinte siglos de historia están ahí y no podemos saltárnoslos, como si no fueran con nosotros. Siempre nos acompañan. Si Cristo se solidarizó con nosotros y asumió nuestro pecado como suyo ¿cómo no vamos a aceptar el peso de una historia que nos abruma, pero que, querámoslo o no, es nuestra historia? Es fácil lavarse las manos, como Pilato, pero esto no significa que quedemos limpios de los crímenes y de los gravísimos errores de nuestro pasado. No son los errores de los demás. Son nuestros, de todos, desde los horrores de la Inquisición al crimen de los que ocultaron a los pederastas para tratar de salvar la honorabilidad de la Iglesia, pasando por las barbaridades de las cruzadas, la persecución de los campesinos en la Alemania del siglo XVI, la quema de Servet, los escándalos de los tele predicadores americanos, etc. etc. No podemos olvidarnos de todo esto y tratar de presentar una imagen inmaculada.

Si entendemos bien lo que significa ecumenismo, tal como lo venimos proclamando, comprenderemos que no se trata simplemente de unir las iglesias y construir con ellas una sola institución eclesiástica, especialmente después de lo que esto ha significado en el curso de la historia, sino que es un llamamiento a asumirnos unos a otros, con nuestros errores y pecados, y emprender entre todos un diálogo que nos lleve a exhortarnos unos a otros a ser cada vez más fieles al evangelio y a corregir nuestros errores. Como cristiano ecuménico, no me molesta que haya diferentes iglesias y diferentes maneras de entender la fe. Siempre ha habido pluralismo en la Iglesia y esto lo podemos comprobar estudiando nuestra historia. Lo que no es admisible, de ninguna forma, es el enfrentamiento de los unos con los otros, las excomuniones, los anatemas, las críticas acerbas. Si caemos en la tentación de acusarnos unos a otros e identificar culpables, para que caiga sobre ellos la maldición, estamos lejos de haber entendido el sentido de la historia, tal como hoy aparece a nuestros ojos.

Creo que uno de los grandes errores de la Iglesia, la antigua y la de nuestros días, ha sido poner la doctrina en el centro de la religión cristiana, en lugar de poner en este centro la fe, no como confesión doctrinal ortodoxa, sino como movimiento del espíritu hacia Dios. Es cierto que la doctrina ortodoxa, o la sana doctrina, es importante en la vida de la Iglesia, porque nos ayuda poderosamente en nuestra comunión con Dios, pero no es el centro. Este centro lo hemos de encontrar en la fe entendida como aquella entrega y confianza en Dios que nos reconcilia con El y nos da “entrada en esta gracia en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Ro 5,1-2). Sin la sana doctrina se puede entrar en el Reino de Dios. Estoy persuadido que igualmente cristianos eran los anabaptistas perseguidos que los reformadores perseguidores; los arrianos que fueron gran mayoría en nuestro país que los seguidores de Atanasio; Miguel Servet que Juan Calvino. Y lo mismo podríamos decir hoy de los conservadores evangelicales y los teológicamente liberales. No se trata de que todos tengan razón, sino de que más importante que la formulación de la fe es la fe a secas, es decir, la fe en Jesucristo, Señor y Salvador. Lutero la entendió como algo dinámico que nos transforma: “La fe es una obra divina en nosotros que nos cambia y nos hace nacer de nuevo de Dios. Mata el viejo Adán y nos hace gente totalmente diferente en corazón y espíritu, y mente, y poderes; y trae consigo al Espíritu Santo. Es una cosa viva, ocupada, activa, poderosa”.[1]

Es a partir de ahí, de esta fe que transforma y por la cual “vivo no ya yo, sino que Cristo vive en mi” (Gà 2,20), que deberíamos estructurar nuestro camino juntos, evitando juicios precipitados y condenatorios. No se trata de un compromiso que sacrifique lo que llamamos verdad. Tampoco de un sincretismo en el que todo valga. Se trata de respetarnos unos a otros y reconocer que cada uno de nosotros se debe a su conciencia y a su comprensión de la verdad de Dios. Que no tenemos derecho a dudar de la sinceridad de los demás y que individualmente somos responsables delante de Dios. Se trata especialmente de asumirnos unos a otros, andar como compañeros en el camino hacia la verdad plena de Dios, estimulándonos a la fidelidad al evangelio.

Enric Capó


Fuente: LUPA PROTESTANTE

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