domingo, 12 de junio de 2011

De religiones, patrias y lenguas.


Enric Capó, España

Lo que sucede cada día en nuestro entorno inmediato, en la Unión Europea y en el mundo en general nos ha de llevar a la reflexión sobre nuestros valores y nuestras actitudes. En un mundo cambiante y ante las graves situaciones humanas que forzosamente somos llamados a confrontar, ya no nos valen las antiguas recetas que nos llevaban a asumir lo más cercano y olvidar –con razones cada vez menos convincentes- lo lejano. El mundo se nos ha hecho pequeño y los problemas que podíamos situar fuera de las fronteras que nos habíamos construido, ya nos afectan directamente y nos interrogan sobre la validez de los conceptos, que muy a menudo consideramos sagrados, de religión, nación, lengua, patria y los considerados deberes inalienables de dedicarnos a su defensa.

Estamos viviendo en nuestro mundo una situación sumamente grave. Los pueblos de África y Asia se están levantando contra sus gobernantes corruptos, sus reyes absolutistas, sus leyes discriminatorias. Están despertando a la realidad de una situación que los mantiene en la marginalidad, el subdesarrollo y la pobreza. Empiezan a decir ¡basta! y están dispuestos a poner en peligro su propia vida, no para salvar una patria, una religión o una lengua, sino para conseguir unas condiciones sociales que les permita vivir en una sociedad más justa y libre. La tierra es del pueblo y no de los déspotas que lo gobiernan. El objetivo de los que se rebelan contra la situación actual es tomar el poder y establecer nuevas condiciones de vida que les permitan vivir en paz y libertad.

Todos sabemos que esto es una utopía. Lo hemos visto a lo largo de toda la historia. Cambiarán los nombres de los que están en el poder, quizás establezcan leyes más justas y se consiga una cierta democracia, pero los problemas no los van a resolver automáticamente. Más pronto o más tarde se darán cuenta de que sus males no sólo les venían de sus gobiernos corruptos, sino de una situación de injusticia que viene de mucho más allá de sus fronteras.

Vivimos en un mundo dividido donde, por una parte, está el poder y la riqueza y, por otra, la debilidad y la pobreza. Un mundo en el que apenas hay canales de comunicación real. No hay equilibrio ni tratos de igual a igual. Es la relación del poderoso con el débil, del amo con el vasallo, del opresor con el oprimido. Nos hemos apoderado de la tierra dando por buena la división que de ella hicieron nuestros padres. Nos hemos establecido y, a nuestro alrededor, hemos levantado muros para protegernos de los posibles invasores. Así distinguimos entre los legítimos, que tienen todos los privilegios, y los “sin papeles” que no tienen derechos y a los que se puede expulsar por cualquier motivo que se nos ocurra.

Si nos referimos a España, no nos importa si los diferentes pueblos que la forman fueron obligados a integrarse en ella por la fuerza de las armas. Damos por buenas y legítimas las guerras que forjaron esta unidad. Lo importante parece ser el concepto de nación, o patria, o lengua o, en su tiempo, religión. Es la ley de los vencedores. Nadie tiene derecho a impugnar esta realidad. El derecho de autodeterminación queda del todo excluido. La propia constitución española confía al ejército “la defensa de la integridad territorial” de España. (Art. 8).

Si de España pasamos a la Unión Europea, nos encontramos con una realidad política que tiende a la unificación de pueblos diferentes, pero que se caracteriza, no tanto por los logros alcanzados en el camino hacia la integración, sino por hacer de las 27 naciones que la integran una fortaleza casi inexpugnable que impida la entrada de los extraños. Si los acuerdos de Schengen establecieron la libre circulación de ciudadanos entre todos estos países, actualmente países como Italia o Francia, ponen sobre la mesa la necesidad de revisar estos acuerdos. No se puede abrir la puerta de forma indiscriminada a los que intentan establecerse entre nosotros.

Es muy preocupante el renacimiento de la extrema derecha, incluso en países de larga tradición democrática, que tiene, como uno de sus objetivos prioritarios, el nacionalismo exacerbado y la expulsión de los inmigrantes. Los tenemos muy cerca, escondidos en las filas del Partido Popular y, en Cataluña, en el partido fundado por Josep Anglada “Plataforma por Cataluña”, que se manifiesta continuamente contra inmigrantes y musulmanes. El crecimiento de la extrema derecha es incuestionable en Europa, con triunfos sonados en Francia, Finlandia, Holanda, etc. Van avanzando con fuerza con consignas contra los inmigrantes y apelando al patriotismo o nacionalismo de la gente que, a toda costa, quiere defender su patrimonio.

¿Por qué crece la extrema derecha? Porque apela al egoísmo humano y a los sentimientos de la gente y los manipula. Prácticamente todos los partidos que profesan esta ideología apelan a los valores de patria, religión, cultura, incluso raza. Así encontramos el Partido por la gran Rumania, o el Partido por una Hungría mejor, el Partido de la libertad de Austria, el Frente Nacional de Francia, Partido radical serbio, Partido por la concentración ortodoxa en Grecia, o el Partido de los verdaderos finlandeses, etc.

El problema no es tanto que este tipo de partidos exista, sino que están creciendo. Y nos preguntamos: ¿Tienen estos valores todavía validez en la realidad humana que confrontamos día a día? ¿Podemos seguir pensando y actuando en base a ideas caducas como amor a la Patria o sacrificio por la religión? ¿Son en realidad ideas caducas?

El concepto patria nace a partir de la idea de padre y suele designar “la tierra natal o adoptiva a la que un individuo se siente ligado por vínculos de diversa índole, como afectivos, culturales o históricos”. Si esta definición nos parece correcta entendemos entonces que se trata de un sentimiento hacia aquella parte de nuestro mundo donde hemos nacido o que hemos adoptado. Se trata de nuestro pequeño mundo y en él nos sentimos cómodos e, incluso, felices. Nada hay en nuestro contexto que ponga en duda la legitimidad de nuestro sentimiento. Nuestra vida se desarrolla en círculos: la familia, los amigos, los conciudadanos, los compatriotas, mi nación, etc.

Jesucristo mismo, cuando nos habló del mayor mandamiento de la Ley, nos dijo que nuestro deber era amar al prójimo, es decir, al que está cerca, como a nosotros mismos. Pero esto se desorbita cuando convertimos nuestros afectos en barreras que nos separan unos de los otros. Y ésta es la triste imagen que presenta nuestro mundo.

Si consideramos la situación mundial en su conjunto nos daremos pronto cuenta de que no estamos tan lejos de lo que sucedía en la Edad Media, por ejemplo, aunque las circunstancias eran diferentes. Ayer, los pueblos del Norte de África nos invadían, arrasaban nuestras ciudades y nos esclavizaban. No podíamos detenerlos. Eran superiores a nosotros. Hoy, vienen en cayucos y pateras, pobres, desnutridos e indefensos, pero, como que podemos con ellos, les cerramos las puertas o los enviamos de regreso a sus países. Esta es nuestra tierra y la defendemos de los intrusos. No podemos permitir que se asienten en nuestra tierra y pongan en peligro nuestro nivel de vida. Sólo si los necesitamos, como parece que va ser el futuro, vamos a dejar entrar a los mejores, los que están bien formados y nos pueden ayudar en nuestra tarea principal que es la de producir riqueza. Los demás, que se queden en sus países de origen y para ello, estamos incluso bien dispuestos a ofrecerles alguna limosna.

Esta es una situación que no se puede prorrogar indefinidamente. No podemos permanecer cerrados en compartimentos estanco, defendiendo sólo nuestros intereses. Los pueblos oprimidos y hambrientos de África, Asia, o América, no van a contentarse. Lo que está pasando en Túnez, Egipto, Libia, Siria, Yemen es signo de lo que se avecina. Han empezado en sus propios países, pero cuando se den cuenta de que con esto no es suficiente, van a querer más y la avalancha caerá sobre los países ricos. No podremos mantenerlos siempre fuera de nuestras fronteras.

Pero hay más que esto, no se trata sólo de que no podamos hacerlo, sino de cual es nuestra responsabilidad como seres humanos. Después de la última conflagración mundial, los hombres más importantes y las mentes más lúcidas de nuestro mundo nos hablaron muy claramente del peligro de los nacionalismos de todo tipo y abogaron por un nuevo orden mundial en el que, más allá de las lenguas y de los conceptos de patria o de raza, fuéramos avanzando hacia una nueva realidad que debería ir dirigida al establecimiento de una unidad entre todos los pueblos que permitiera un gobierno mundial. Así nos lo dijo Jacques Delors, uno de los grandes impulsores de la Unión Europea: "La ONU debe ir hacia un gobierno mundial." O Albert Einstein, el famoso físico: “Un mundo unido o nada." “Estoy firmemente convencido de que la mayoría de los pueblos del mundo prefieren vivir en Paz y en seguridad [...]. El deseo de paz de la humanidad sólo puede convertirse en realidad mediante la creación de un gobierno mundial”. Todo nos invita a recordar a nuestros clásicos. Sócrates: "No soy ni de Atenas ni de Corinto, soy un ciudadano del mundo." O Séneca: “No nací en un rincón remoto: mi patria es el mundo entero”. O Erasmo de Rotterdam: "Quiero ser llamado ciudadano del mundo”.

¿Qué trascendencia tiene todo esto en nuestra actual situación política y social? Su transcendencia estriba en situarnos en el marco adecuado para establecer nuestras prioridades. El problema no está en los conceptos de patria, religión o raza, sino en el mal uso que hemos hecho de ellos. Se han usado y se están todavía usando para acentuar nuestras divisiones y profundizar en ellas. Ya no los situamos en el ámbito de nuestros afectos y características personales, sino que hacemos de ellos bandera para excluir a los que no son como nosotros. Convertimos lo afectivo en político. Ponemos nuestros intereses personales por encima de nuestros deberes de respeto, amor y solidaridad hacia los demás. Cristo acentuó, como principio de acción humana el amor a los demás, una palabra que Einstein interpretó de esta manera: “Vivimos en el mundo cuando amamos. Sólo una vida vivida para los demás merece la pena ser vivida". Si este principio de solidaridad entre todos los hombres no lo tenemos claro, esto significa que no hemos entendido el evangelio ni lo que implica ser persona humana. Recordar la frase de Montesquieu nos hará bien: “Soy un Hombre antes de ser francés porque soy necesariamente Hombre, y solo soy francés por azar."

Todo nos invita a salir de nuestros escondrijos y a implicarnos en la aventura de la vida con todos los demás. No hay que renunciar a nada. Abrirnos a los demás no implica ser infieles a nuestras convicciones. Es bueno que las tengamos. Pero no han de ser refugios desde los cuales disparar a los demás, como a menudo hacemos, incluso en el ámbito religioso, sino casas abiertas a la hospitalidad, a la relación y a la colaboración. Nos une nuestra humanidad que ha de estar por encima de cualquier otra consideración: patria, lengua, raza o religión. Cada uno en su mundo es llamado a construir puentes y abrir corazones. Ninguno tiene todas las respuestas en este mundo en el que hemos nacido y hemos edificado nuestra vida. Sólo un exquisito respeto mutuo y una actitud de apertura a los demás nos dará la posibilidad de acceder a una vida más digna y encontrar caminos de reconciliación de todos para con todos.

En la Declaración Universal de Derechos Humanos tenemos una frase muy hermosa que nos ha de hacer pensar: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos” (Art. 28). Es un artículo sin estrenar.


Fuente: Lupa Protestante

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