lunes, 6 de febrero de 2012

La transformación es la clave.



Jairo del Agua, 05-Febrero-2012 

La transformación es la clave (Ni nueva, ni vieja, solo evangelización auténtica para el tiempo presente)

Ahora resulta que todos presumen como locos de “nueva evangelización”, incluso los que siguen atrincherados en Trento. El caso es figurar en la cresta de Roma, aunque sea con los viejos cacharros o la principesca apariencia medieval. Algunos grupos católicos son verdaderos expertos en apropiarse no solo del Evangelio, sino de la Iglesia, del Papa y de la mismísima Divinidad. ¡Mal comienzo!

Este predicador de secano -sin agrupar y libre como la luz- intuye que la “nueva evangelización” consiste en volver sinceramente al Evangelio. Lo que no significa vivir como “in illo témpore”, sino caminar entre la AUTENTICIDAD y la ACTUALIDAD, sin hacernos trampas en el solitario, ni romper la baraja, ni marcar las cartas. Y me parece que lo más auténtico, esencial y actual del Evangelio es la vida humana: “He venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10). Permitidme meter las manos en harina durante unos minutos, aunque me salga un pan como unas tortas.

“La vida es transformación o no es vida”. De ahí la frase evangélica: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24).

El dolorismo (1) (imperante durante mucho tiempo y originado en la antigua interpretación de la cruz como expiación necesaria) ha entendido ese versículo como llamada al sacrificio, a la renuncia, a la necesaria muerte del cristiano. Otros han leído un anuncio de la pasión. Unos y otros se han enredado en el verbo “morir” y han ignorado la llamada a la“transformación” y a la “vida”.

Para mí es evidente que ese texto llama a la vida, NO al enterramiento y la muerte. Solo transformándose día a día -como el grano en el surco- puede el hombre crecer y dar el fruto que está llamado a dar. Para avanzar hay que dar continuos pasos, dejando que muera el anterior, sin apego a los pasos superados, sin retroceder… Solo así se puede hacer un camino, especialmente el camino de la maduración humana. Solo así, en continuada transformación, se puede llegar a ser lo que cada uno es de fondo.

La ascética cristiana -la puesta en orden de la persona- no hay que entenderla como un cortejo de muerte o un yunque de dolores, sino como una sucesión de partos. Algunos más dolorosos que otros, pero todos felices alumbramientos de vida. VIDA que pugna por brotar desde nuestras entrañas preñadas de Dios, aunque algunos no lo sepan, no lo sientan o no se hayan parado a escuchar ese gozoso latido interior. ¡Pobres! Porque vivirán su gravidez como un peso insoportable, como una búsqueda insatisfecha, como una duda acongojada…

La religión debería ser el impulso para la transformación, puesto que la plenitud humana termina en Dios mismo:“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). “Nos hiciste, Señor, para ser tuyos y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín). Quienes la han convertido en rígido inmovilismo, o en seguimiento ciego de otros hombres, o en ritos vacíos, o en repetición de actos sin efecto interior, o en cumplimiento externo, o en espectáculo sin consecuencias, tendrán que dar larga cuenta de su engañosa dominancia. “¡Fariseo ciego, limpia primero el vaso y el plato por dentro, para que también por fuera queden limpios!” (Mt 23,26).

Quienes han convertido el Evangelio en una llamada a la muerte (dicen que a imitación del Crucificado, olvidando que fue el “inmovilismo de la religión” quien lo asesinó) en vez de a la VIDA -que exige una transformación permanente, una respuesta progresiva y una maduración constante- habrán caído en la más terrible de las mentiras: imponer la corrupción de la Palabra de Dios.

El Mensaje es todo lo contrario, es una llamada a la vida “humana”, a la corriente vital que nos inunda desde el fondo. “Mediante el testimonio admirable de tus santos fecundas sin cesar a tu Iglesia con vitalidad siempre nueva”(Prefacio II de los santos).

Quienes se han instalado en una religión de petición, en un anestésico de la conciencia, en una dejación de la responsabilidad personal, en el perchero para colgar nuestros problemas del Cielo, han olvidado que la gestión de nuestra vida y del mundo es cosa nuestra y que el Creador ya nos ha volcado todos sus dones: “Multiplicaos, llenad la tierra y dominadla” (Gén 9,7). No se puede tener engañada a la buena gente. Habría que repetir sin miedo: “La petición sin adhesión no sirve para nada”. Lo que calienta no es pedir el sol, sino ponerse bajo sus rayos.

¡Por supuesto que necesitamos apoyarnos en ese Dios amante y amado para vivificarnos! Estar en contacto con Él, dejarnos abrazar y mimar, ser permeables a sus luces y colores, agarrar fuerte su mano cuando resbalamos o el peligro acecha, aceptar lo que no entendemos y nos hace sufrir o dudar… Pero el proceso de transformación, la superación de nuestra animalidad, la metamorfosis para llegar a ser “humanos”, es nuestra tarea de toda la vida.

Se ha hablado tanto de lo “sobrenatural”, se han construido tantas teorías, inventado tantos automatismos, que pensamos en lo “sobrenatural” como la soga de la campana por donde baja la gracia divina cuando tiramos y despertamos a Dios. Se nos ha olvidado que lo “sobrenatural” es lo más “natural” del mundo, ya está en el interior de cada persona desde su nacimiento: “El reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,21). Y hemos perdido la noción de que la vida es el proceso de transformación en “humanos”, es decir, en “hijos de Dios”, transcendiendo nuestro soporte material.

Por eso el Hijo se llama a sí mismo “hijo del Hombre” (el Modelo, el Camino de transformación, la Verdad de nuestra realidad, la Vida feliz a la que estamos llamados). La condición de “ser humano” no nos la da el haber nacido de una mujer, ni siquiera el disfrutar de inteligencia. Sino el proceso vital de transformación, la realización concreta e individual de la“imagen y semejanza” (Gen 1,26).

Se ha hablado mucho de “conversión”, que es la rectificación continua de nuestros errores. Pero poco de crecimiento, de“transformación”, que es la finalidad de la vida: llegar a ser nosotros mismos, solo nosotros mismos y plenamente nosotros mismos. Es decir, llegar a realizarnos como el hijo o la hija que el Padre creó, superando nuestros instintos, ambiciones, complejos, falsedades, ambientes y heridas. En suma, levantándonos sobre nuestra inconsciencia, contingencia y animalidad. El hermano mayor del pródigo estaba convertido pero no transformado.

El Evangelio está plagado de llamadas a la “transformación”, más allá de la “conversión”. Citaré algunos ejemplos: Cuando el joven rico afirma: “Todo eso lo he cumplido desde pequeño” (Mt 19,20), está diciendo que ya está convertido. La continuación es: “Anda, vende todo lo que tienes… después ven y sígueme” (Mt 19,21). Que significa: Ven conmigo e imítame, transfórmate y ayúdame a transformar.

Cuando Pedro camina al lado de Jesús y ve que Juan les sigue, pregunta: “¿Señor y éste qué?” (Jn 21,21). La respuesta es similar: “Si yo quiero que éste se quede… ¿a ti qué? Tú sígueme”. La llamada y el seguimiento siempre son personales e individuales, transformantes. Aunque después necesitemos el apoyo de la comunidad para contagiarnos y contagiar.

Cuando Marta -convertida y entregada al servicio del Señor- se queja: “Dile que me ayude” (Lc 10,40), la respuesta es:“María ha escogido la mejor parte”. La impregnación, la transformación, el proceso de desarrollo personal, es la parte esencial. Detrás vendrán inevitablemente los frutos.

Pero no basta con saberlo y desearlo. Hay que poner los medios que nos ayuden en esa transformación. Para mí son básicamente dos: la oración personal y la formación sicológica experiencial. Hay que sumar espiritualidad y sicología (pura actualidad). Es imprescindible saber quiénes somos, de qué estamos hechos y a qué estamos llamados, cuáles son nuestros buenos funcionamientos, cómo decidir lúcida y libremente, etc.

No son los libros, ni las teorías, ni las abstracciones, ni los títulos, ni los éxitos humanos, ni el poder (mundano o eclesiástico) lo que nos hará crecer, ni siquiera el estado civil o religioso. Lo que nos hace desarrollarnos es salir de nuestras inconsciencias, experimentar nuestras capacidades, tocar nuestros dinamismos, hacer luz en nuestra interioridad, explotar el tesoro interior, ahí reside lo auténticamente humano y sagrado. Cuando se llega a perforar ese pozo artesiano, es inevitable que surjan con fuerza las obras.

En nuestra Iglesia se ha dado muchísima importancia al SABER. De hecho estamos dirigidos por “sabios y entendidos”, por“doctores”, por los más intelectuales. Si queremos conseguir esa “nueva evangelización” de que tanto se habla, habrá que priorizar el SER (muy por delante del tener, poder, saber o servir) porque el camino del ser es el camino de Dios, el camino de la realización personal, de la máxima fructificación y eficacia, de la máxima ayuda a los demás. Lo esencial de un árbol no son las ramas, ni siquiera el tronco, sino las raíces vivas y profundas que generarán y alimentarán el resto.

Solo cuando prioricemos la “transformación personal” (en la catequesis, en la liturgia, en la oración, en los sacramentos, en la cadena jerárquica, etc.) habremos iniciado la “nueva evangelización”, habremos encontrado el camino de la máxima eficacia personal y solidaria: “Dad limosna de lo de dentro y lo tendréis todo limpio” (Lc 11,41).

El Evangelio es camino de transformación, de conquista de la plenitud humana, de felicidad por la autorrealización, que en eso consiste la salvación a que todos estamos llamados: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté dentro de vosotros y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11).

El Evangelio no es un libro que hay que estudiar, ni una doctrina a la que hay que adherirse voluntarista o intelectualmente, ni una fe obligada, ni un deseo de colgarse de Dios y a ver si nos sube… El Evangelio es “un camino que hay que caminar”, un camino de continua transformación, de gozoso descubrimiento interior, de permanente humanización. Eso es lo que significa “venga a nosotros tu reino” (Mt 6,10). No viene por fuera y arriba. Viene por dentro y abajo, transformando, iluminando, pacificando, movilizando y alegrando. “Pues lo que cuenta no es circuncisión o incircuncisión, sino criatura nueva” (Gal 6,15).

Fuente: ATRIO

No hay comentarios:

Publicar un comentario