miércoles, 22 de mayo de 2013

No hay santos de izquierdas.




En la tumba del Óscar Arnulfo Romero, en los sótanos de la catedral de San Salvador, se arremolinan unas monjas vestidas de blanco. Su uniforme de fe contrasta con la piedra negra de una tumba protegida por los símbolos de los cuatro evangelios y el báculo del difunto. Un hombre llamado Honorio, que cumplió los 70, es el encargado de dar la bienvenida a los foráneos, narrarles las idas y venidas del cuerpo, que yace en su tercer enterramiento, y los hechos que rodean al arzobispo. Horacio camina con dificultad. Dice que dejó las muletas por milagro del protector de los pobres. Mientras llegan los nuevos prodigios sobrevive de las monedas que recibe.

“En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”. Esta fue la última homilía completa de monseñor Romero antes de morir asesinado por las balas de la extrema derecha el 24 de marzo en 1980. Los que le mataron se sentían fuertes, impunes; tanto que continuaron matando. Más de 80.000 muertos en la guerra civil. Se firmó la paz. No hubo justicia. Otra transición que se basa en el olvido, en el desprecio de las víctimas.

En la plaza de la catedral va y viene un tráfico denso. Se respira humo. A la derecha, las tiendas de los vendedores, un termómetro de la pobreza. Esa plaza sin apenas gente bajo una solana de justicia. La memoria que viene caliente con Óscar Romero proyecta imágenes de los funerales, de las explosiones y disparos que causaron el pánico y la muerte de nuevos inocentes. De esa memoria vienen las fotos de cientos de zapatos abandonados en la huida.

En el campus de la Universidad Nacional de San Salvador se escucha el último discurso a través de unos altavoces. Los jóvenes se educan en no olvidar los referentes morales en una tierra que vivió horrores y violencias. El nombre de Óscar Romero y su obra sobreviven el paso del tiempo. Más allá de la avenida que le dieron y el respeto que se le profesa en El Salvador.

La presencia en Roma del papa Francisco empuja la esperanza de que este jesuita con sensibilidad social desatasque el proceso de beatificación de un arzobispo que murió denunciando las injusticias.

No hay muchos santos recientes de los pobres, más allá del lejano y célebre Francisco de Asís y otros de menos renombre. Los últimos dos papas optaron por santos conservadores, como los españoles que murieron en la guerra civil. Nada de veleidades con los iconos de la teología de la liberación, con los prelados progresistas, con los que no se callaban.
Romero, y otros como él en Latinoamérica, podrían ser un camino para que la Iglesia católica recupere la prédica entre los más necesitados. Otros esperan reconocimiento, como Ignacio Ellacuría y los otros cinco jesuitas asesinados el 16 de noviembre de 1989, también en El Salvador.

Son asuntos abiertos, pertenecen a la memoria histórica.

Tampoco es beato y mucho menos santo oficial de la iglesia en la que llegó a ser obispo el brasileño Elder Cámara, quien consagró su vida a los pobres, a la denuncia de la injusticia. “Cuando vives rodeado de miseria acabas preñado de ella”, dijo en una entrevista.

Ni Cámara ni Romero tuvieron aliados en el Vaticano. El primero mantuvo sus diferencias con Pablo VI; el segundo con Juan Pablo II, que le pidió prudencia. ¿Qué tipo de prudencia se puede tener ante la injusticia y el asesinato, ante los escuadrones de la muerte?

No hay comentarios:

Publicar un comentario