martes, 20 de agosto de 2013

Quiénes son santos en la Iglesia.


Román Díaz Ayala


Dejábamos la primera parte de nuestras reflexiones con la cuestión abierta de la religiosidad popular, la que se cultiva en el conjunto del pueblo cristiano con el culto a los santos y su consideración de si deberíamos defenderla y ampararla por cuanto esas formas tradicionales que componen nuestra cultura podrían ser auténticas manifestaciones de fe.

Nuestra tesis, sin embargo, es que no debemos ceñirnos al ámbito de la cultura, porque si la Iglesia es un pueblo que va edificándose hasta cumplir su destino mesiánico debemos acercarnos a una fe más auténtica en el Jesús histórico y que no podemos construir en paralelo una élite de “ilustrados en la fe”, negándole al conjunto de los fieles el mensaje liberador de Jesús.

En Jesús el Pueblo de Dios encuentra la revelación de lo que Dios está dispuesto a realizar a favor nuestro. En Dios existe un impulso Creador y Salvador que no nos es lícito separar. Para Jesús, Dios el Padre, (progenitor y autoridad suprema de quién él es su enviado) le ha comisionado la misión de salvar a quienes le pertenecen, por lealtad a la Palabra dada, ya anunciada por los profetas.

Creación y Salvación son los dos aspectos inseparables del impulso amoroso del Padre de Jesús, quien se constituye en su testigo fiel.

Y así lo reflejó en su mensaje: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

La santidad es, por tanto, un valor introducido por Jesús para el Reino de los Cielos y un patrimonio colectivo del nuevo Pueblo de Dios. Los santos y santas son aquellos que “ven a Dios”.

En los años sesenta del siglo pasado, la Iglesia se reunía en Concilio, porque adquiría conciencia de que los creyentes se habían alejado de los caminos de justicia para obrar y caminar junto a los poderes de este mundo, y hacía con esta iniciativa un llamamiento al mundo católico para su reforma. En aquellos momentos no se tenía una información clara de cuánto y hasta qué medida, los poderes del mundo la habían impregnado en si interior, y que la batalla para una purificación y vuelta a los principios del Evangelio sería una labor tan larga y de tanto esfuerzo.

De este modo los católicos y católicas teníamos que bregar con la obsolescencia de un pensamiento tradicional acomodado a la realidad mundana y que no aceptaba los nuevos moldes de la mentalidad moderna, en un mundo secularizante, alejándose del universo religioso.

Luego descubrimos, que no existían meros focos de resistencia a los cambios exigidos, sino un frente en toda regla de quienes se resistían a la conversión de sus costumbres y criterios ajenos al verdadero espíritu del Evangelio, que exigía una mejor limpieza de vida. El “Pacto de las Catacumbas” reflejó el verdadero estado de la cuestión. Pues no se trataba de un nuevo llamamiento a una piedad y austeridad individual (de los individuos aislados) en medio de unas estructuras que se resistían a desaparecer.

Tradicionalmente cultivábamos un ideal de santidad muy posicional junto a una espiritualidad individualista que hacían de la santidad misma un ideal, para un grupo de selectos, y cuya perfección sólo era alcanzable fuera de este mundo, para después de la vida, alimentados por una ascética y una espiritualidad “escapistas” que perdían los anclajes necesarios de la existencia.

La Iglesia hasta el Concilio se podía definir principalmente en términos de sociedad perfecta dentro de una concepción jurídica de la misma con su sistema jerárquico que la fundamentaba. La Iglesia se veía a sí misma una sociedad organizada constituida por el ejercicio de poderes. El papa, en la cúspide, vicario de Cristo, asumiendo los poderes de único legislador de la Iglesia, su juez supremo, y quien la gobierna. Sólo podrán ser santos para la consideración general de la Iglesia, quienes jurídicamente estén declarados santos por su autoridad. El culto a los santos estaba oficializado.

Pero quienes éramos instruidos en una nueva Eclesiología en el Concilio, encontramos, sin embargo, mucha dificultad en consensuar lo tradicional y que quedaba atrás con quienes comprobamos que somos santos y santas quienes vivimos para Dios por pertenecer a Su Pueblo, como un beneficio inherente a la Salvación recibida.

La mentalidad tradicional sale al paso de tal dificultad estableciendo el concepto de santidad en sus aspectos más formales y jurídicos. La cercanía a Dios, y un alejamiento de las realidades mundanas, a las que se considera contaminadas por el pecado, y en la búsqueda de unos hechos objetivos de la santidad que se deben perseguir mediante un esfuerzo meritorio.

Ahondar en estos aspectos haría demasiado complejo el presente trabajo, por lo que señalaremos solamente dos circunstancias. La valoración negativa de la materia frente al espíritu, lo espiritual enfrentado a la material, es un dualismo filosófico que habíamos recibido por la cultura greco-romana; la persona humana constituida por alma y cuerpo. En segundo lugar, una construcción teológica que hace separación entre lo santo y lo profano, apoyada en la mentalidad veterotestamentaria, y superada en Jesús. Esta mentalidad hace a los sacerdotes católicos como los levitas del Antiguo Testamente, con una función de intermediarios y agentes de la divino.

Están más arriba, en un estado formal de perfección. Son “el clero”, la heredad de Dios (que también admite mujeres, pero sólo por la consagración de unos votos de vida)

Yahvé es la parte de mi herencia y de mi copa,
Tú, aseguras mi suerte:
Me ha tocado un lote precioso,
Me encanta mi heredad. (Salmo 16,5 y 6)

Una sana teología del laicado, desprendida del Concilio en sus enseñanzas sobre el Pueblo de Dios, la Iglesia, no puede mantener tales valoraciones.

Aquí radica una motivación muy profunda, elevada a problemas de conciencia, por la que inmediatamente después del Concilio se inició un proceso de secularización del clero y vida religiosa católica en todo el mundo. Hombres y mujeres del clero y congregaciones religiosas abandonaban sus roles en la búsqueda de un encaje más adecuado en la comunidad de los creyentes. No era una deserción, sino un camino purificador de la fe. No dejamos de considerar que existieron también otras causas y muchísimas circunstancias personales. Apuntamos tan sólo a lo que pudo ser la raíz que determinó tendencias.

No podemos enjuiciar la cuestión de simplista, porque no se trata de liberar el individualismo inherente a tal concepto tradicional de santidad, que se reservaba para un pequeño número de privilegiados, y ofrecernos ahora a cambio la salvación como un asunto “social”, algo introducido por Jesús en la vida comunitaria de la humanidad entera soslayando que es también una “cuestión personal”, una exigencia de Jesús de un reconocimiento de su Persona y de su Obra.

La santificación no es un asunto de méritos propios, sino “una gracia”, un don recibido de Dios, un efecto de la obra de la Cruz. La enseñanza tradicional de la Iglesia recalcaba su carácter sobrenatural. Y esa gracia que nos da nuestro carácter “santo”, la Iglesia la llama “gracia habitual o santificante” en el catecismo. Tiene el inconveniente de que se nos enseña con las categorías y definiciones de la filosofía escolástica. Algo demasiado abstracto para ser comprendido de forma ordinaria. Pero eso sólo ocurría en el Occidente Latino. En la parte oriental, tanto católicos y ortodoxos lo explican de otra manera. Allí se comprende mejor el poder transformador del obrar de Dios en nuestras personas. La Teología Oriental nos enseña con claridad el poder y la acción del Espíritu de Dios habitándonos.

La Teología tradicional necesita para elaborar estos conceptos de gracia y de santidad, el considerar a Jesús en su imagen divina (unión hipostática permanente, incluso en la Cruz) prescindiendo, o haciendo abstracción de la realidad plenamente humana del crucificado, reprochándole a Dios, su Padre, el abandono. (Mateo 27.46)

Todo el Pueblo de Dios, hombres y mujeres, hemos sido llamados a ser santos, pero sólo a través de la humanidad doliente de Jesús. Merecemos unos mismos tratamientos, pues somos herederos del Cielo, que es el Reino ofrecido por Jesús. Todos vemos, sin exclusión, el rostro de Dios.

Vivimos en la comunión de los santos y santas, edificándonos en el amor.

Fuente: ATRIO

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