miércoles, 4 de septiembre de 2013

Las Mujeres en la Iglesia Primitiva.


Maria José Arana

1. Consideraciones generales

Es evidente que aún no conocemos suficientemente la vida, organización, liturgia, etc., de las primeras comunidades cristianas; sin embargo parece que sería muy aventurado decir que el monolitismo y la uniformidad fueran las características del desarrollo de las mismas.

Somos ya muy conscientes de que, en la interpretación de esta época de la Iglesia, se han cometido muchos anacronismos, transfiriendo sentidos y contenidos posteriores a términos como sacerdote, presbítero, diácono, jerarquía…, e incluso Eucaristías. Se ha entendido la organización eclesial de los primeros tiempos desde categorías y experiencias posteriores que, evidentemente, hoy nos dificultan una justa interpretación y comprensión de aquellas comunidades.
Muchos autores/as reconocen la estructuración de las primeras comunidades de Jerusalén como mucho más semejante a la de las sinagogas y modelos judíos que a lo que actualmente entendemos por Iglesia; incluso sabemos por los Hechos que los cristianos continuaban acudiendo al Templo judío (l). Tampoco eran iguales ni se acentuaban las mismas cosas en las comunidades joánicas, en las paulinas o en las de Jerusalén. No todas eran judías sino que muchas de ellas estaban enclavadas en lugares en los que la emancipación de la mujer era muy superior a la registrada en los ámbitos judíos, etc. Por ejemplo, las comunidades joánicas acentuaban la importancia del “Discípulo amado” y no tanto la de Pedro (2). Es decir, se trataba de comunidades en formación y crecimiento con una agilidad estructural bastante considerable.

Tendríamos que señalar brevemente algunas características generales de estas Iglesias. Los apóstoles (los Doce) no formaban parte del grupo de los presbíteros sino que permanecían en una categoría distinta; ni el término presbítero tenía en aquella época connotación sacerdotal tal y como se ha entendido después; el movimiento de resacralización se efectuará posteriormente. Moingt dice: “Los ministros de Cristo no tenían ninguna razón para reivindicar prerrogativas sacerdotales que el mismo Cristo no había reclamado para Sí, y nada, ni en su ministerio evangélico ni en su comportamiento, inducía a fijarse en el ámbito de lo sagrado en el que se ofician los sacramentos tradicionales” (3). Además, las comunidades primitivas afirmaban el sacerdocio universal de los fieles, cosa bastante olvidada posteriormente, de manera que la concepción y práctica del ministerio, así como la misma estructuración de la Iglesia, tenían que resultar indudablemente diferentes de lo que hoy entendemos por tales.

2. Los Doce
También tendríamos que pensar en la institución de los Doce. Efectivamente, dentro de este grupo no se contaba ninguna mujer. Ahora bien, habría que ver en ello una aplicación simbólica del Antiguo Testamento, dentro de unas claras resonancias judías. Los Doce representaban a las doce tribus de Israel: “Estaréis sentados sobre los doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel” (Mt. 19, 28). Doce son también las puertas de la Jerusalén celeste y doce estrellas coronan a la Mujer del Apocalipsis. Los Doce serían también una imagen de los doce Patriarcas, en definitiva significarían al Pueblo judío (4).

Es decir, tendríamos que ver en ellos un matiz de cumplimiento del Antiguo Testamento con clara proyección escatológica. De hecho, se reemplaza a Judas por el también judío Matías, pero no se prevé ningún relevo nominal de los Once restantes después de su muerte y claro está que entre ellos no figura ninguno que no perteneciera al Pueblo judío… (!). Pero incluso podemos ver que Pablo entra a formar parte del grupo, no respetando así el número de doce, ya que con Matías serían trece, ni tampoco las condiciones para formar parte de dicho grupo: no conoció personalmente al Maestro; Pablo es siempre visto como una excepción válida y, de alguna forma, como representante de los cristianos de la gentilidad que se incorporan.

El papel de los Doce en la Iglesia primitiva no aparece ligado a ninguna función jerárquica; su presencia en la evangelización es notable y no se presentan como una estructura aparte; menos aún, como decíamos anteriormente, formaban un grupo de carácter presbiteral.
Ahora bien, como señala S. Tunc: “los Doce son las piedras sobre las que se apoya nuestra fe. En ese sentido, todos somos sus sucesores en la fe. Toda la Iglesia es, efectivamente, apostólica. Los lazos que existen entre los Doce y sus ministros futuros son solamente un lazo de sucesión al servicio de la continuidad de toda la Iglesia” (5).

3. La profecía
Otra cuestión importante que debemos resaltar es la de la profecía. La lista que Pablo propone (I Cor. 12, 28-30) sobre la enumeración y orden de los carismas, no siempre ha sido suficientemente considerada. La profecía ocupa uno de los primeros lugares, mientras que los referentes al gobierno de la Iglesia están situados en lugares inferiores. Tampoco sabemos exactamente la función concreta que correspondía a cada uno de esos carismas. Por ejemplo, la comunidad de Antioquía aparece en Hechos 13, regida por “profetas y doctores”. Una de las funciones más importantes del Profeta consistía en la proclamación de la Acción de Gracias, que según los exégetas significaba que pronunciaban las oraciones de “la bendición” u “oraciones eucarísticas”, “la acción de gracias litúrgica”. “¿Se trataría de la Cena Eucarística del Señor? Generalmente, así se interpreta. Las mujeres profetas ¿podrían por lo tanto pronunciar la acción de gracias?” (6).

Si realmente se reconocía en ellas este don, parece inevitable que también se les dejase actuar en los marcos propios de la profecía. Ya nos hemos referido también a la profecía y los carismáticos al tratar del asunto de la confesión. Esta perspectiva es muy importante para conocer las funciones de las mujeres en la Iglesia primitiva.

Desde luego, no constituían una novedad, pues en el Antiguo Testamento nos encontramos con abundantes ejemplos: Hulda, María, Débora, Ana…, y es de especial interés el darnos cuenta de la continuidad expresa que se da entre las mujeres profetas de ambos Testamentos y cuya relación está apuntada desde el día de Pentecostés: “Derramaré mi Espíritu…, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas” (Hch. 2, 17).

De hecho, una de las principales dificultades que tuvo el “montanismo” con la ortodoxia fue la de las mujeres carismáticas y profetas y el protagonismo eclesiástico que se les concedía porque “además de permitir que las mujeres mandaran, ejercían el ministerio…” (7). Tenían mujeres que profetizaban “de manera contraria a la tradicional establecida desde los comienzos” (Eusebio de Cesarea). Lo que no explica con demasiada claridad es cuáles eran esas funciones en el siglo IV, aunque sí sus límites. Más claramente se capta el problema en un diálogo entre un montanista y un “ortodoxo”, veamos un fragmento:
M. -Y ¿por qué os horrorizáis por Maximilla y Priscilla y decís que no está permitido que las mujeres profeticen? ¿No tenía Felipe cuatro hijas profetas? Débora, ¿no era ella misma profeta? ¿El Apóstol no dice: “que toda mujer que reza o profetiza lo haga con la cabeza descubierta”? (lo que no hubiera dicho) si no existieran entre ellos mujeres que profetizaban o rezaban. Pues ¡ellas también profetizan!.

O. -Nosotros no tenemos ninguna repugnancia respecto a la profecía femenina. Santa María también profetizó cuando dijo: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”. Como tú has dicho, también Felipe tenía cuatro hijas profetas. María, la hermana de Aaron, profetizó. Pero nosotros no les permitimos hablar en la iglesia ni tener autoridad sobre los hombres hasta el punto de tener libros firmados por ellas. Porque rezar y profetizar con la cabeza descubierta deshonra la cabeza, es decir, al varón. María, la santa Madre de Dios, ¿no podría haber escrito libros con su nombre? Sin embargo, no lo hizo para no deshonrar la cabeza, teniendo autoridad sobre los hombres.

Como se puede ver, ya para esta época, en las comunidades ortodoxas, no toman ejemplos ni explican lo que hacen en esos momentos las mujeres profetas, se refieren a las mujeres de la Escritura y, limitando en mucho las funciones, simplemente se recurre a las palabras de Pablo que hacen callar a las mujeres en la iglesia; ni por un momento explican su situación o significado en la Iglesia de los primeros tiempos sino que se basan en una práctica posterior (finales del s. IV) (8).

Indudablemente, parece que la atención al don de la profecía y su consideración en la Iglesia desapareció bien pronto y, desde luego, este punto, especialmente en lo referente a su posición en la estructura eclesiástica de los primeros tiempos, no está suficientemente estudiado. El inevitable enfrentamiento entre carisma e institución se produjo también en la Iglesia y, sin duda, su repercusión no dejó de ser importante: la “autoridad carismática” se ve absolutamente desplazada por la autoridad de tipo más institucional.

Algunas teólogas señalan algo muy interesante a propósito de la profecía en la primitiva comunidad: “En la primera generación, se podría reivindicar la profecía como línea de continuidad apostólica y, al basarse en la intervención directa del Espíritu, todos los que integraban el movimiento cristiano primitivo eran personas llenas del Espíritu (J1. 2, 17-18), por lo que cualquier cristiano podía, en principio, poseer esa autoridad carismática. Frente a esta autoridad profética, se sitúa aquélla que basa la continuidad apostólica en la autoridad de los ministros locales, y los siglos II y III se van a caracterizar por el enfrentamiento entre ambas concepciones de la autoridad” (9).

4. Predicación y evangelización
Otro aspecto profundamente relacionado con el ministerio, en la Iglesia primitiva, y no suficientemente destacado, es el de la predicación de la Palabra y el apostolado. San Pablo, como aparece claramente en las epístolas, desarrolla la tarea del apóstol -no necesariamente la de los Doce- en la actividad misionera y el ministerio de la predicación itinerante. Incluso, según observan los obispos alemanes (1970), aparece una estrecha relación entre la Palabra y el presidente de la comunidad; sin embargo, se refiere muy escasamente a las celebraciones cultuales. La predicación del Evangelio constituye el centro del ministerio salvífico apostólico ligado al carácter sacerdotal y la edificación de la Iglesia; sin embargo, observan, “la función de Pablo como liturgo de sus comunidades no aparece con la claridad que cabría esperar” (l0). Lucas sí observa la relación entre predicación de la Palabra y “fracción del pan”, pero no especifica sobre la presidencia (Hch. 2, 37-47 y 4, 32-35).

Como se lee en el Documento, “la Iglesia primitiva no acabó de ver todo esto con claridad”, refiriéndose al papel del ministerio en los “presbíteros”, “copresbíteros”, “epíscopos”, “diáconos”, etc. Lo que no se menciona son las funciones de mujeres que también aparecen en los libros y pasajes por ellos citados.
Pero de lo que no podemos dudar es de la acción apostólica que ejercían las mujeres del Nuevo Testamento. Ellas se “afanaban”, se “fatigaban”, “luchaban” por el Evangelio, son misioneras y auténticas apóstoles (cfr. Rom. 16, 3-5, 12, 21. Ef. 2,16. Col. 1, 29. Fill 2,3. I Cor. 15,10).

5. Iglesias domésticas. Diaconía y otros aspectos
Tendríamos que destacar también el indudable carácter doméstico de las primeras comunidades, ámbito en el que ellas cobraban un particular protagonismo, lo que favorece y refuerza las tesis que estamos exponiendo. Rafael Aguirre señala precisamente “la casa” como punto de partida importante para el estudio y comprensión de la organización del cristianismo primitivo (11). En el Nuevo Testamento, especialmente en las Epístolas paulinas, nos encontramos con muchas mujeres que presiden, o tienen a su cargo, iglesias domésticas o “casas del Señor”, como las llamaban normalmente. En realidad, eran mujeres “presbíteras” e incluso “epíscopas” (l2).

Incluso en este ámbito podríamos situar la expresión del obispo de Vercelli (s. X), cuando hablaba de las mujeres que, proviniendo del paganismo, poseían una formación sacerdotal, y no excluía la posibilidad de que continuaran ejerciendo funciones similares en las comunidades cristianas (l3), especialmente si tenemos en cuenta el culto doméstico del paganismo.

Muy relacionada con la profecía está la “diaconía de la Palabra” (Hch. 6, 2-4). El servicio -diaconía- eclesial no cabe duda de que está también relacionado con las mujeres. Como las discípulas del Evangelio que seguían a Jesús y le servían con sus bienes (Lc. 8, 1-5), ellas ejercían el diaconado o servicio eclesial de muy diferentes formas. Sin embargo la institución de las “diaconisas” surge solamente en el siglo II, eso sí, como consecuencia lógica y en continuidad con la práctica de la Iglesia primitiva. No voy a detenerme en esta institución tan importante, sino que aludiré a ella en muchas ocasiones considerándola como conocida y a la que en otros momentos nos hemos referido (14) .

Un texto de la Didascalia, al que también nos referiremos más adelante, al enumerar los grupos clericales existentes, coloca claramente a los diáconos y a las diaconisas en orden superior al de los presbíteros, tanto por el orden en el que están nombrados como por la significación que se les atribuye a cada uno (l5). También a la “viuda” habría que atribuirle un significado muy por encima de la simple calidad de estado, ya que no se duda de que su estatus eclesial era importante. ¿Tendrán estos términos el mismo sentido e implicarán las mismas funciones y categorías que las que nosotros, después de muchos siglos de historia, captamos y les asignamos?

Pedro Abelardo ya, en el siglo XIII, insiste en que “no parece que la religión de las mujeres esté muy distante del Orden de los clérigos. Las cuales también consta que están unidas por el nombre, siendo claro que llamamos tanto diaconisas como diáconos” (l6). Realmente, los escritos de la Iglesia primitiva no dan pie para pensar en grandes diferencias entre hombres y mujeres incluso en cuestiones referentes al culto y a la liturgia, por más que los varones sean los auténticamente tenidos en cuenta.

Existe un documento particularmente interesante pues procede del Ambrosiaster (s. IV), poco amigo de conceder a las mujeres altas posiciones en la Iglesia, sin embargo viene a decir que al comienzo, todos y todas enseñaban y bautizaban, pero que más tarde “se instituyó un orden distinto para gobernar la Iglesia” porque parecía “irracional, vulgar y vil” que todos hicieran lo mismo (l7).

6. María Magdalena
En el libro de la Pistis Sophia, encontramos algo interesante: Jesús se aparece a los “Doce apóstoles” y a las “Siete discípulas”, de las cuales sólo se nombra a María Magdalena, que le habían seguido desde Galilea (l8), y de las que parece que los libros del Nuevo Testamento se olvidan. Es muy llamativo que estas mujeres del Evangelio, incluida María Magdalena, no sean citadas en los Hechos u otros libros canónicos.

El obispo de Vercelli, Atto, no sería el único en considerar a Febe “ministra”; Abelardo, apoyándose en Casiodoro y citando a Claudio, dice: “Este texto enseña con autoridad apostólica que también las mujeres han sido constituidas para los ministerios de la Iglesia; en este servicio fue puesta Febe en la iglesia que está en Cenchris…” El mismo autor dirá en otro lugar, refiriéndose a Junia, que fue “una mujer apostólica, de no hacer violencia al texto”, en el sentido genuino del término (l9). Tabita (Hch. 9, 36), Lidia (Hch. 17, 12), Prisca (Rom. 16, 3), Evodia y Sintica (Flp. 4, 3) y otras, merecerían nuestra atención detallada (20) .
Podríamos seguir evocando y analizando a otras muchas mujeres del Nuevo Testamento, pero no cabe duda de que María Magdalena, en la que Duns Scoto, al elaborar su tesis precisamente en contra del sacerdocio de las mujeres, veía una “excepción”, como “un privilegio personal llamado a extinguirse con ella”, es por lo tanto la más significativa y en ella encontramos representadas a las demás.

Las fuentes para conocer a esta mujer son sin duda los Evangelios, y desde éstos nos aproximaremos a ella en el capítulo siguiente. Pero los libros apócrifos gnósticos y textos de Nag Hammadi, escritos durante los siglos II y III, nos aportan también una interesantísima y a menudo desconocida información sobre las mujeres en general y María Magdalena en particular. Descubrimos el papel que estas fuentes le reconocen en la primitiva comunidad, no siempre al unísono con Pedro.
Según el Evangelio de Felipe, “había tres que siempre iban con el Señor, su Madre y su hermana y María Magdalena, que fue llamada su compañera (2l). “La Sofía -a quien llaman la estéril- es la madre de los ángeles, la compañera de Cristo, María Magdalena”.

Ella aparece participando activamente en el círculo de Jesús y sus discípulos; en el libro de la Pistis Sophia, de las cuarenta y seis veces que los discípulos preguntan a Jesús, treinta y nueve son intervenciones de María Magdalena, y ella ocupa también un lugar muy destacado en las interpretaciones (22). En el mismo libro, se afirma que María Magdalena y Juan el virgen serán “superiores a todos los discípulos…” (23). Y leemos en el Evangelio de Felipe: “le dijeron: ¿por qué la quieres más que a nosotros?…” El Salvador respondió y les dijo: “¿a qué se debe el que no os quiera a vosotros como a ella?”.

Esta predilección evidente de Jesús va provocando una fuerte tensión entre María y algunos discípulos, principalmente Pedro, que se siente amenazado por esta mujer: “Señor mío, no podemos soportar a esta mujer porque habla todo el tiempo y no nos deja decir nada”. María se queja porque “Pedro odia a las mujeres” (24). En el Evangelio de Tomás, la conflictividad se eleva: “Simón Pedro les dijo: que salga María de entre nosotros, ya que las mujeres no son dignas de la vida”, pero Jesús no piensa lo mismo: “pues, yo haré que ella se vuelva varón para que también se convierta en espíritu viviente como nosotros, los varones, porque toda mujer que se haga varón entrará en el Reino de los Cielos” (25).

Evidentemente, la interpretación de la superación de los sexos en el mito del andrógino primitivo nos llevaría excesivamente lejos y no es este el lugar de hacerlo, por muy interesante que resulte. Pero lo que está claro es que María no es excluida o rechazada por Jesús como pretende Pedro sino todo lo contrario, ocupa un lugar privilegiado.

El mayor grado de conflictividad se refleja en el Evangelio de María Magdalena. Faltan muchas páginas del texto original, pero existen las suficientes como para percatarnos de que María era una figura central de la primitiva Iglesia. Cuando Jesús se ausenta, los discípulos quedan entristecidos y anonadados. María interviene y les hace una revelación completa de lo que Jesús le había enseñado (9, 12 ss.). Pedro le dice: “Hermana, sabemos que el Señor te prefiere a las otras mujeres, háblanos de las palabras del Salvador que conserves en tu memoria, las que tú conoces pero que nosotros no hemos conocido o no hemos oído”.

Entonces, María responde: “Os voy a anunciar lo que os está oculto”; y comienza a relatar la revelación que le ha sido hecha: María tiene una visión del Señor (aquí, desgraciadamente, faltan páginas) y continúa la explicación, lo que provoca una reacción violenta en Andrés y sobre todo en Pedro: “Entonces, ¿ha hablado en privado (Jesús) con una mujer antes de hacerlo con nosotros y los demás, en secreto? Entonces, María se puso a llorar y dijo a Pedro: Pedro, hermano mío ¿qué estás pensando?, ¿crees que yo sólo he tenido estos pensamientos o miento acerca del Salvador? Leví tomó la palabra y dijo a Pedro: desde siempre eres un temperamento ardiente, te veo ahora argumentar contra la mujer como contra un enemigo. Sin embargo, si el Señor la ha hecho digna ¿quién eres tú para rechazarla? Sin ninguna duda el Señor la conoce de manera indefectible.

Por eso el Señor la ha amado más que a nosotros. Tengamos más bien vergüenza y revistámonos del Hombre perfecto, engendrémoslo en nosotros como Él lo ha mandado y proclamemos el Evangelio no imponiendo otra regla ni otra ley que la que ha prescrito el Salvador” (26).

Ahora, solamente querríamos subrayar la trascendencia de esta mujer en la primitiva Iglesia así como la situación conflictiva y tensa por el relieve que adquieren las mujeres simbolizadas en ella, ya que la tensión que subyace refleja también una polémica a propósito de la representatividad de las mismas. Esta tensión con los discípulos se personifica más fuertemente en el antagonismo entre “el Príncipe de los apóstoles” y la mujer más significativa del Evangelio, precisamente como consecuencia de la situación privilegiada de María Magdalena, al ser la más amada de Jesús y objeto de “revelaciones secretas”.

Es muy importante que nosotros/as también nos fijemos en el hecho de que, en los albores del cristianismo, hubo dificultades respecto a la inclusión de las mujeres personificadas en María Magdalena. Y también podemos formular una pregunta: ¿tendría algo que ver todo esto con la circunstancia de que los demás libros del Nuevo Testamento eviten toda referencia a María Magdalena y “las otras mujeres” que, indudablemente, no se olvidaron ya de Jesús ni de su Evangelio cuando Él subió al Cielo? Desde luego, así quizás se podría entender mejor aquello que dice Duns Scoto respecto a María, que como “apóstola” “es un privilegio que se extingue con ella”, pero ¿por qué se extinguió?, ¿por qué en el Nuevo Testamento ya se silencia su nombre?, ¿cómo entender estas tensiones y la forma de resolverlas?

María Magdalena fue reconocida por los Padres de la Iglesia, y la liturgia oriental aún lo mantiene, como “Apóstol de los apóstoles”, pero este reconocimiento no alcanza, en la praxis posterior eclesial, más significado que el de un título meramente honorífico. No lo vemos reflejado ni en la teología bíblica ni en la práctica a la hora de conceder representatividad a las mujeres. Eso sí, la tradición y la devoción han visto en esta mujer algo especial, no siempre relacionado con la “pecadora y arrepentida”; la iconografia también nos lo indica. Curiosamente existen representaciones de la“Asunción de María Magdalena” (s. XVIII), en lugares como el Santuario de Carona cerca de Lugano (27). Muy anterior aún (finales de la Edad Media) es la representación que se puede contemplar en un retablo precioso que le está dedicado, en el que aparecen diferentes escenas de su vida, y en el centro laAsunción de la Santa que está en el ahora museo del monasterio de Clarisas de Pedralbes en Barcelona.

Otra pintura interesante, procedente de un anónimo de la escuela suiza (s. XVI), es la que representa a María Magdalena, en la iglesia de Aix, predicando, función que desde la Didascalia aparece reiteradamente prohibida a las mujeres y siempre muy ligada al ministerio sacerdotal o presbiteral: “porque no estáis constituidas para enseñar, ¡oh mujeres!…” (III,190), simplemente “las mujeres, aunque sean muy doctas, que no enseñen a los hombres” (28), que no estén sobre ellos.
La influencia de esta mujer debió de ser enorme. Quizás, por su excesiva “peligrosidad” se fue acentuando en la tradición el aspecto de “pecadora arrepentida”. Pero, claro está, volveremos sobre otras facetas de María Magdalena desde los Evangelios, verdadera fuente para su conocimiento.

7. Movimientos heterodoxos
Evidentemente, no es difícil suponer que hubiera también una cierta tendencia a la divergencia en la concepción de las mujeres y del mayor o menor protagonismo que se les concedía en los diferentes movimientos más o menos heterodoxos. Nos hemos referido ya a los más conocidos y extendidos, los montanistas, que no sólo reconocían a las mujeres como verdaderas profetas sino que también les otorgaban cargos, ministerios y ordenaciones. La documentación sobre ellos es amplia y relativamente conocida.

Además, en el siglo II, aparecen los quintilianistas o pepucianos que, según San Epifanio, no solamente atribuían el sacerdocio a los legos, sino que proponían mujeres para obispos, presbíteros y otros grados eclesiásticos, según Chadon, abusando de las palabras del Apóstol: “En Jesucristo, no hay distinción entre hombre y mujer”. También surgen, en el siglo IV, los coridianos, haciendo sacerdotisas a las mujeres, y otros. No queremos detenernos en estas corrientes “heterodoxas”, simplemente dejar constancia de su insistencia en este punto concreto. Las mujeres asoman una y otra vez y su presencia resulta, a menudo, conflictiva. Los valentinianos admitían mujeres a la presidencia de la Eucaristía.

Muchas corrientes heterodoxas les concedieron un mayor protagonismo y esto constituyó un punto de fricción importante con la ortodoxia. Por desgracia, no era ésta la única causa de herejías y “desviacionismos” en la Iglesia, ni la única materia de discusión que dividía a los cristianos (29). Pero no cabe duda de que la frecuencia con que se debatía este problema con los movimientos heterodoxos dio pie para pensar que siempre que surge este tema se refiere a ellos y, como ya hemos visto anteriormente, no es siempre así.

Parecería bien lógico afirmar que, en un principio, las mujeres ejercían funciones que luego les fueron siendo arrebatadas y prohibidas y que hubo dificultades y resistencias en este proceso de plasmación de papeles y roles y de interpretación de servicios concretos. Esas prohibiciones, al parecer, no serían siempre acatadas al unísono ni tampoco siempre de buen grado. Esto pudo dar lugar a expresiones, prohibiciones y condenaciones en tono grave y severo.

8. Últimas reflexiones
Todos estos datos nos ayudan a poner de manifiesto unas cuantas realidades concernientes a la evolución del contenido y práctica del Ministerio y ministerios en las primitivas comunidades así como en la estructura e instituciones de la misma Iglesia. Esto, como vamos comprobando, es de suma importancia, tanto para permitirnos ver a las mujeres mucho más cercanas al Ministerio de lo que normalmente se les ha venido concediendo como para darnos cuenta de que el sentido evolutivo está bien presente desde los comienzos de la Iglesia y en aspectos muy importantes. Por otra parte, conviene recordar aquí otra vez la idea del Ambrosiaster, de que parece que, en el comienzo, las tareas no se diferenciaban mucho entre los dos sexos, y esto se nos ilumina aún más desde las páginas dedicadas a la Edad Media así como la contemporánea al Papa Gilesio. Así mismo, las mujeres apóstoles, predicadoras, profetas, “presbíteras”, “diaconisas”, “viudas” e incluso “epíscopas”, son de enorme relevancia.

Desde María Magdalena, vemos aspectos importantes de las mujeres y observamos también que las relaciones entre los dos sexos no siempre fueron pacíficas y cómo la reflexión de los apócrifos da pie para vislumbrar una confrontación nada desdeñable y la imposición de una línea, la androcéntrica, en detrimento y olvido de su contraria. Es verdad que Pedro no tuvo sólo como oponente a María Magdalena y las mujeres; se conocen también discrepancias graves con Pablo y posiblemente con la “línea del Discípulo Amado”, pero las soluciones se efectúan de otra manera.
Los movimientos heterodoxos expresan también polémicas con respecto a las funciones femeninas; son tensiones subyacentes y no resueltas.

1. Para datos sobre la organización de las primeras comunidades: TUNC, S. o.c. AGUIRRE, R. La Iglesia del Nuevo Testamento y preconstantiniana,Madrid 1983; AYNARD, L. o.c. CASTILLO, J. M. Los ministerios en la Iglesia, Madrid 1983. VELASCO, R. Iglesia carismática y lo institucional en la Iglesia, Madrid 1983. MOING, J. Services et lieux d’Eglise, Etudes, oct. 1971, etc.
2. Cfr. R. BROWN, La comunidad del discípulo amado, Salamanca 1987, y otras obras del mismo autor.
3. MOING, J. o.c. p. 379.
4. TUNC, S. o.c. pp. 91-92.
5. TUNC S. o.c. p. 61.
6. TUNC, S. o.c. pp. 91-92.
7. JUAN DE DAMAS, en P: LABRIOLLE, Les sources de l’histoire du Montanisme, Fribourg 1913, p. 248.
8. Ibidem, p. 105-106.

9. E. SCHÜSSLER FIORENZA, o.c. 351-352, 361. E. BAUTISTA, La mujer en la Iglesia primitiva, Estella 1993, p. 153. También sobre la profecía S. TUNC.
10. Cfr. documento de los obispos alemanes.
11. R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia primitiva, Bilbao 1987, p. 65.
12. Cfr. E. SCHÜSSLER FIORENZA, pp. 224 y ss. 346. R. BROWN, “Episkopè and episcopos: the New Testament evidence”, Theological studies, 41 (1980), p. 335.
13. Ya citado arriba.
14. A. G. MARTIMORT, Les diaconesses. Essai historique, Roma 1982; “A propos du ministère féminin dans l’Eglise”, Bulletin de littérature ecclësiastique. LXXIV, 1973, 103-108. R. GRYSON, “L’ordination des diaconesses d’après les Constitutions apostoliques”, Mélanges de sciences religieuses XXXI année. P. H. LAFONTAINE, “Le sexe masculin, condition de l’accès aux Ordres aux 4ème et 5ème siècles”, Revue de l’Université d’Ottawa, 1961, n. 31. C. VAGGINI, “L’ordinazione delle diaconesse nella tradizione greca e bizantina”, Orientalia christiana, periodica 40 (1974). S: M. S. LAWRENCE MC KENNA, o.c. A. CARRILLO CAZARES, El diaconado femenino, Bilbao 1971.

l5. D, II, XXVI, 104.
16. ABELARDO, P. P.L. 178, Epístola VIII, pp. 226-256, a la que nos referimos continuamente.
17. E. S. FIORENZA, o.c. p. 358; E. BAUTISTA, o.c. p. 154.
18. HENNECKE, S. New Testament apocryphe, p. 82.
19. ABELARDO, P. P. L. Ep. VIII y Ep. ad Rom. p. 973.
20. La teología bíblica feminista la realiza a fondo, L. AYNARD, La Bible au féminin, París 1990. M. R. D’ANGELO, “Women in Luke Acts”. A redactional view. Journal of biblical literature, 109/3 (1990). R. S. FABRIS, La femme dans l’Eglise primitive, París 1987. M. Bertetich, Las mujeres en la vida y escritos de San Pablo, Revista Bíblica, 38 (1976).
21. S. DE OTERO, Los evangelios apócrifos, BAC, Madrid 1988, evangelio de Felipe, n.21.

22. H. LEISEGANG, La Gnose, París 1971.
23. Ibidem; en este evangelio, María Magdalena aparece con rasgos que la identifican con la esposa mística de Jesús.
24. S. HENNECKE, New testament apocrypha, Filadelfia 1965, p. 258.
25. J.DORESSE, El evangelio según Tomás, Madrid, 1989. n. 118. R. KUNTZUMANN, Nag Hammadi, textos gnósticos de los orígenes del cristianismo,Estella 1988, n. 114.
26. A. PASQUIER, L’évangile selon Marie, bibl.copte de Nag Hammadi, Québec 1983.
27. Reproducción en E. MOLTMANN, Le donne che Gesù incontrò, Brescia 1989, p.95.
28. J. TEJADA Y RAMIRO, Colección de cánones de todos los Concilios de la Iglesia española, t. V, Madrid 1855, sesión 67m, p. 417. La reproducción se encuentra también en E. MOLTMANN, o. c. p. 84.
29. C. CHARDON, o.c. t. VI, p. 149, dict. th. cath. o.c.

http://www.womenpriests.org/sp/aran_sal/aran06.asp

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