martes, 12 de agosto de 2014

Reflexiones sobre el amor.


MARTIN PAYBA ADET

A causa del exceso de información —calificada o no— los cristianos vivimos en una época convulsionada en muchos aspectos, entre ellos el florecimiento de la diversidad teológica. Abundan cada vez más subgrupos religiosos con sus doctrinas y distintos énfasis, dejando a la esencia del cristianismo tras una nebulosa bastante espesa. Por esta razón, hace un tiempo se disparó en mi mente un interrogante: ¿Qué es lo indispensable? ¿Qué actitud cristiana es indiscutible? En medio de tantas doctrinas, ¿Cuál es la directiva cardinal e inconfundible?

El problema de la respuesta es que no parece muy difícil de enunciar, y por eso es frecuente que sea tomada como una obviedad. Jesús dice que toda la ley y el mensaje de los profetas se resumen en amar a Dios y en amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mateo 22:34-40). El apóstol Pablo hace su aportación diciendo que si no hago todo con amor, de nada me sirve. No hay duda de que estas sentencias son firmes. El amor es lo más importante y en la teoría todos lo sabemos. Pero esto, justamente, no termina aquí. La cuestión abre el juego a otros planteamientos.

La gran pregunta que sigue es: ¿Qué implica amar? O más profundo aun, y prácticamente insondable: ¿Qué es el amor?

Aunque Jesús nunca dio una definición teórica acerca de la esencia del amor, lo plasmó en la parábola del hijo prodigo; cuando se acercó a la mujer adultera y cuando sanó a un leproso, entre otras. Distintas manifestaciones con una tonalidad en común. El apóstol Pablo, no nos dice qué es el amor, sino cómo es en la primera carta a los Corintios capitulo 13. Tenemos, por tanto, algunas pistas a seguir.

Mi intención con lo que sigue a continuación es trasmitir algunas ideas al respecto. Sin pensar en una definición precisa, propongo responder añadiendo algunos sinónimos, que aunque por si solos no equivalen al concepto de amor en su totalidad, lo llevan implícito de alguna manera.

Si pienso en el amor como valoración, como algo que se aprecia, entonces quiero decir que también lo abrazo, que lo quiero cerca, que lo recibo, que no lo aparto, sino que lo atraigo hacia mí. Amar implica abrazar completamente. Amar es aceptar lo conocido.

Por eso no puedo amarme completamente si primero no me conozco. No estaba equivocado el oráculo de Delfos al mandar al hombre conocerse a sí mismo. Lo que quiere decir que no puedo entrar en contacto con algo si no tengo una percepción de eso o si lo ignoro. No puedo tomar lo indefinido. No puedo asir un objeto si no conozco sus contornos. Por eso mismo, insisto que para amarme —para realmente amarme— tengo que conocerme y así palpar mis propios límites.

Amarse a si mismo es valorarse, es reconocerse aun cuando haya cosas que no sean dignas de ser valoradas desde las exigencias de nuestros esquemas mentales. Sin embargo, amar no significa aprobar todo lo que encontremos dentro de nosotros. Dar la bienvenida a un pensamiento perverso no es aprobarlo. Cabe aclarar que cuando digo dar la bienvenida, estoy diciendo ‘acepto que esto está presente dentro de mí y no lo niego’.

Para brindarme cuidado y para protegerme tengo que tener noción de mi mismo, de mis necesidades y de mis carencias, mis inseguridades y mis miedos. Debo reconocer toda mi pobreza. Una vez que mis partes oscuras y reprimidas tienen lugar en mi conciencia, gracias al poder del amor puedo ser responsable para elegir como vivir. De este modo practicamos el amarnos a nosotros mismos. Pero aun nos queda otra cuestión. Esto es sólo una parte del recorrido.

En segundo lugar se me llama a conocer al otro y a aceptarlo, a aceptar su necesidad, a darle validez a su sufrimiento o a su alegría, tanto como si fuera yo mismo. Esta reciprocidad es indispensable: “La idea expresada en el bíblico ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’ implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la comprensión del si mismo, no pueden separarse del respeto, el amor y la comprensión del otro individuo” aporta Erich Fromm. En un sentido práctico, si no he aprendido a reconocer mi rabia y mi resentimiento, difícilmente puedo recibir esos sentimientos en el otro; sus palabras van a suscitar una resonancia incomoda y una defensa hostil por parte de mi ego. El resultado —velado o no— será el rechazo, que sin duda es uno de los dramas del hombre.

El amor es por tanto —según mi criterio— una conjugación de respeto, validación, aceptación, recibimiento y acogida. Es algo que no es un acto en si mismo, sino una actitud. Es un condimento que sazona nuestra forma de actuar, de forma sutil pero que logra un impacto profundo en el otro.

Si Dios nos recibe a nosotros como estamos, en nuestra indigencia, nosotros debemos recibirnos a nosotros mismos en la misma condición y a la vez recibir a los otros de la misma manera. Es la espiral del amor.

Dios da valor a nuestra vida y, como relata el salmista, no desprecia nuestras lágrimas. No pregunta de donde vienen, él simplemente las recoge, les da valor y sentido. Así mismo tenemos que hacer con nosotros mismos y con el otro, con todo lo que trae en sus espaldas. Debemos tratar su vida con respeto, como a algo frágil y de gran valor.

Scott Peck, psiquiatra cristiano estadounidense, insiste en que el verdadero amor implica crecimiento espiritual. Estoy de acuerdo, creo que la máxima dadiva del amor es lograr el desarrollo y crecimiento espiritual de la otra persona. Aun así “la persona que realmente ama, que valora el carácter único y diferente de la persona amada, se resistirá ciertamente a suponer ‘Yo tengo razón, tu estas equivocado; sé mejor que tu lo que te conviene’.” Señala Peck. Se ama principalmente respetando la autonomía. Es entonces cuando detrás de cada acto de amor está esa promoción suave y carente de coerción de la espiritualidad del otro, el impulso hacia la libertad, el hacer del otro un ser responsable y maduro, un ser autoconsciente, capaz de amar también a su prójimo. Que Dios nos ayude a que esto sea una realidad diaria, a disponernos a servir día a día, no necesariamente de manera formal en una actividad programada, sino continuamente con ese prójimo que nos fue dado —como en el caso de nuestros padres y hermanos— o que —como a nuestros cónyuges— hemos elegido para vivir.

Si somos realmente capaces de amar, tendremos en nuestras manos el poder sobrenatural de Dios. Bajo la ley del amor seremos realmente libres y podremos decir, como San Agustín en su homilía: “Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien.”

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