martes, 27 de enero de 2015

Ese empleo y esa sociedad por inventar.



Jaime Richart, Antropólogo y jurista

Lo que voy a decir es preciso examinarse en perspectiva; con una de esas dos perspectivas que ha de elegir el antropó­logo para estudiar una cultura que no es la suya… En efecto, el an­tropólogo tiene dos formas de ver las cosas. Una es la que lo­gra proyectando su mirada desde el interior del sis­tema, es de­cir, adoptando temporalmente los valores y las apreciaciones de los estudiados, a la cual denominamos emic. La otra perspec­tiva, llamada etic, es la que logra mi­rando al sistema desde fuera, es decir, como si el antropó­logo estuviera fuera de la sociedad que estudia. La mirada emic es el resultado de la pro­gresión científica de la antropo­logía y es el resultado de una distinción fina y precisa que re­sulta inseparable de la ciencia an­tropológica. Pero en el caso que me ocupa es la etic, como si fuéramos individuos de cualquier otra cultura distinta de la occi­dental capitalista que estudia ésta… O mejor, como si fuésemos habitante de otro planeta de vida superior que ha venido a estu­diar la nues­tra.

Esta cultura occidental que tanto se pavonea de una inteligen­cia superior a las demás, no concibe la vida sin mer­cadear cons­tantemente. La economía y la vida giran en torno al mer­cado. Y en países como España cobra una importancia aún más inusitada. Parece que no hubiera otra cosa qué hacer ni a qué de­dicarse para convivir, ni otra solución para facili­tar bienestar a las personas, que comprar y vender masiva­mente artefactos y servicios. Pues sólo en comprar y vender sin solución de conti­nuidad, sólo en el Mercado -dicen econo­mistas y políticos aun­que no saben cómo- está la solu­ción. En caso contrario el país se viene abajo. Como si no es­tuviera ya gran parte de la pobla­ción en el abismo o al borde del abismo…

Pues bien, esa incapacidad para comprar y vender productos al fin superfluos, es a un tiempo causa y efecto de la crisis econó­mica y por extensión social; crisis que, aparte maquina­ciones fi­nancieras, so­breviene cuando la compra y la venta (el con­sumo) cesan brus­camente porque esa misma masa de población acostumbrada durante dos décadas a exci­tarse consumiendo, ca­rece repentinamente de trabajo y de di­nero. Así, cuando la po­blación en su conjunto no mercadea (y no mercadea compulsi­vamente), es decir, no adquiere a mansalva lo super­fluo, tiene lugar otro grave efecto; cual es que millones de perso­nas carecen de lo indispensable y sobre­viven sólo por la ca­ridad y por la filantropía, no por la tutela y la inteligencia de los gobernantes en una sociedad fundamentalmente urbana en la que sólo en el empleo, en el tráfico mercantil y en la filan­tropía cabe esperar la subsisten­cia. Como en el medievo.

¿Habrá mayor despropósito que habiéndose conseguido ya una producción de bienes básicos (alimentos, vivienda, abrigo y energía) para toda la humanidad, las sociedades que integran es­tas culturas y quienes están a su frente sean incapa­ces de pro­porcionar a todos bienestar duradero y felici­dad de otra manera que no sea mediando “el mercado”? Después de una historia an­tropológica de acciones y reaccio­nes básicamente primarias, a la altura de los tiempos que co­rremos la mutilación del sen­tido de cooperación y la falta de imaginación para organizar a la sociedad de otra manera, es una depravación de la inteligen­cia de quienes encarnan el po­der. No saber armonizar progreso material y progreso mo­ral de manera que el primero sea sólo po­sible a costa del se­gundo, es una aberración imperdonable e impredecible hace apenas unos años. Pues no basta que vivan con desahogo y bienestar sólo mayorías. Con que un solo ciuda­dano sea des­graciado por insuficiencia del Estado, porque el Estado no es capaz de darle amparo, ese Estado es un Estado fracasado. El español, por ejemplo…

En todo caso, habiendo suficientes brazos y cerebros para todo y para todos, que no nos sea posible todavía dedicarnos expansi­vamente al estudio, a las artes y a los oficios, al ejerci­cio y al deporte, a criar y educar a los hijos con so­siego, a la contemplación de la naturaleza y al disfrute de sus generosas ofrendas, y que el ocio creativo no sea un logro de la sociedad, resulta desolador y nos hace abominar del cere­bro de quienes desfilan a lo largo del tiempo sujetando las riendas del poder; in­teligencia cuyos resultados finales son ordinariamente conse­cuencia de la propuesta y de la aproba­ción de los menos despeja­dos. Y es que es proverbial en este país confundir genio con talento, inteligencia con listeza. Lo más probable es que todo sea debido a esa estupidez humana de la que dijo Einstein es infinita como el universo aunque de la infinitud del universo no estaba seguro…

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