viernes, 6 de marzo de 2015

Un paseo por las duchas del Vaticano, otra innovación de Francisco.


La noticia del día es que Marco Cilurzo se ha dado una ducha calentita. Camina por uno de los bordes de la Plaza San Pedro y, si se lo preguntan, Marco lo confiesa sin pudor: “Llevaba semanas sin bañarme. En la estación Termini cobran 8,50 euros que yo no tengo. Por lo general, uno se lava como puede, de a pedacitos, en las fuentes. No es fácil para nosotros, los clochard (sin techo), y mucho menos ahora, en invierno”, dice mientras esquiva turistas entre las columnas que Bernini diseñó con no poca fatiga entre 1656 y 1667 para lograr el efecto óptico sólo perceptible desde el centro de la plaza del Vaticano. Con las uñas limpias y los mitones sucios, Cilurzo, un romano de 48 años que vive en la calle desde 2002, mete la mano en el bolsillo de la campera azul y saca una edición del diario gratuito Metro: “Lo leí acá. Decían que el Papa había mandando construir duchas para los clochard. No lo podía creer. Uno va, hace la fila y entra a bañarse. Nadie te pregunta nada ni te pide documentos. Te dan todo para la ducha y te cortan el pelo, si uno quiere. Yo hoy me rapé.”

En uno de los límites del Estado Vaticano, entre las oficinas de correo y los container devenidos en baños públicos para aliviar urgencias de los fieles que peregrinan hasta la Basílica de San Pedro, -según la Organización Mundial de Turismo, por año siete millones de turistas visitan Roma y El Vaticano-, Bergoglio encomendó a la Limosnería Apostólica la creación de este purgatorio portátil para los más necesitados: tres duchas y un salón de peluquería que funciona los lunes y los jueves. Ahí no más comenzaron a llegar donaciones de tijeras, peines, cepillos, rasuradoras, un espejo y un asiento de barbero. Asistidos por voluntarios de Cáritas y otras instituciones que distribuyen una muda de ropa interior limpia, toalla, jabón, champú, dentífrico, maquinita de afeitar y espuma, todo aquel que aquí se presente es bendecido con ese bautismo casero que la Real Academia Española define como “agua que, en forma de lluvia o de chorro, se hace caer en el cuerpo para limpiarlo o refrescarlo, o con propósito medicinal”. Y cómo no: para muchas de las personas que aguardan su turno en la fila, esta ducha al reparo del invierno cura.

“El único problema es la cantidad de gente en la cola, sobre todo en la de los hombres, porque son muchos. Yo entré y salí enseguida”, dice Micheline Vrankx, una señora belga que emigró a Italia en los años ’70. Micheline tiene la cabeza recién lavada, las raíces canosas de una tintura caoba vencida y un corte carré que acaban de hacerle en la peluquería del Papa Francisco. Hace trece días que ella y su familia viven en la calle. Los desalojaron del departamento que alquilaban porque su marido, Francesco Casalina, se quedó sin trabajo de florista y su hijo Davide, de 35, no consigue. Se cambian de ropa pero pasan sus días, desde entonces, lejos de la higiene diaria. Duermen en el auto, estacionado en un barrio acomodado de las afueras de Roma. Micheline espera afuera con Yago, la mascota de la familia, un perro marca perro que sigue con avidez las migajas del sándwich de salami con el que un guardia del Vaticano mitiga el aburrimiento: su labor es controlar que las agencias no ofrezcan “visitas pagadas a la Basílica sin hacer cola” –cuando en realidad se puede entrar gratis- en la Plaza San Pedro y que los periodistas no hagan entrevistas dentro de las columnatas que delimitan ese espacio que fue de tierra pisoteada y comenzó a pensarse como “piazza” en el siglo IV, con el Papa Niccolò V. Davide y Francesco Casalina están aguardando su turno para el barbero, un señor muy amable que vive en el Trentino, a 640 kilómetros de Roma, y como el lunes es su día franco aprovecha a hacer voluntariado para el Papa Francisco. Se viene en tren. Ida y vuelta en el día. El boleto se lo paga de su bolsillo.

Micheline desespera porque se acerca el mediodía y si su esposo y su hijo no salen a tiempo de las duchas, no llegarán al comedor comunitario de la iglesia de Santa Lucía donde les darían algo de comer. Si se hace tarde, habrá que resistir con el estómago vacío hasta la hora de la cena, de nuevo en la parroquia. Las duchas papales abrieron el 16 de febrero y funcionan todos los días –salvo los miércoles de audiencia general y los días de celebración en la plaza-. Debajo de las columnas de la derecha, la fila de homeless delante de la puerta vaivén de vidrios biselados con la leyenda Servizi/Toilettes arranca a las nueve de la mañana y se va nutriendo. Alcanza su pico al mediodía y languidece a las tres de la tarde, cuando el servicio ofrecido a los sin techo cierra. Los lunes –día de peluquerías cerradas- y los jueves hay un barbero que corta el pelo y afeita. Algunos peluqueros son profesionales que se ofrecen gratuitamente; otros son alumnos del último año de una escuela de peluquería de Roma. Bergoglio, atento y cuidadoso de aquellos a quienes la necesidad ubica en la periferia de su rebaño, encomendó el proyecto de las duchas a Konrad Krajewski, un arzobispo polaco a quien todo el mundo llama monseñor Corrado y que está al frente de la Limosnería, la dependencia apostólica que se ocupa de la caridad del pontífice.

La caridad papal institucionalizada se remonta a los primeros siglos de la Iglesia. Primero la practicaban los diáconos y luego recaía en algún pariente del Papa de turno con más o menos vocación solidaria. El primer pontífice que le dio rango de Limosnería Apostólica fue Gregorio X (1271-1276). “Seguro que bañarse y lavar la ropa no es suficiente. Es necesario también mejorar la presencia con un corte de cabello y una afeitada –nos dice monseñor Corrado-. Teniendo en cuenta que la gente necesitada también circula en colectivos y en el subte, es por el bien común de la ciudad”. Con el propósito de aumentar el presupuesto de la Limosnería Apostólica que permita mejorar la condición de los más pobres, Francisco adoptó una medida antipática para los comerciantes del Vaticano: las bendiciones, esos pergaminos que hasta ahora podían encargarse –se emiten entre 20 y 30 mil por año- en varios negocios pagando hasta 50 euros –de los cuales un mínimo porcentaje iba para la Limosnería-, ahora se solicitan solamente en esa oficina apostólica y por un valor de entre 6 y 25 euros, según el tamaño, los gastos de emisión y envío.

El 17 de diciembre Francisco cumplió 78 años y lo festejó repartiendo 400 bolsas de dormir a personas que viven en la calle e invitando a la audiencia de los miércoles a ocho homeless –tres mujeres y cinco hombres- que le trajeron de regalo girasoles. Una encomienda con 800 kilos de pollo proveniente de España fue donada por el Papa a los comedores para pobres de la diócesis de Roma así como, en otras ocasiones, Bergoglio hizo repartir algunos billetes entre los linyeras que duermen en la estación Termini o tarjetas telefónicas para los inmigrantes de Lampedusa más allá de haber establecido una lotería de beneficencia en el Vaticano. El domingo pasado, luego del Angelus, Francisco mostró desde su ventana un librito de treinta páginas: “Como siempre, también hoy aquí en la plaza aquellos que pasan necesidad son quienes nos acercan una gran riqueza, la riqueza de nuestra doctrina para custodiar el corazón”, dijo a la multitud. Se refería a los cien homeless que repartieron entre los fieles cincuenta mil copias gratuitas de Custodiar el corazón, un librito con lecturas “para vivir bien el tiempo de la Cuaresma”. “Debemos ser cristianos valientes”, dice el epígrafe firmado por el Papa. La Plaza San Pedro, símbolo del barroco italiano, se pobló de ejemplares de Custodiar el corazón a ambos lados de las columnatas de Bernini, ésas que fueron pensadas también como un abrazo del cristianismo a la humanidad. Limpito y recién afeitado, Marco Cilurzo siente que el abrazo esta vez también le llega a él.

Marina Arcusa. Clarín.

Fuente: feadulta.com

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