sábado, 4 de marzo de 2017

Refugiados latinoamericanos, en el olvido.



Valeria Méndez de Vigo y Carla Sala

Los conflictos armados abiertos en Siria o Irak han centrado la atención de la comunidad internacional debido, sobre todo, al elevado número de personas refugiadas que han llegado a Europa. Mientras las miradas están centradas en la guerra de Siria y en los refugiados procedentes de este país, en América Central hay también situaciones merecedoras de protección internacional que pasan más desapercibidas.

La situación de violencia que viven algunos países de América Latina ha provocado que miles de personas se vean forzadas a abandonar sus hogares y, en muchos casos, sus países de origen. La región de Honduras, Guatemala y El Salvador, también conocida como el Triángulo Norte de Centroamérica, es una de las zonas más conflictivas del mundo.

Según datos de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la violencia y la inseguridad son factores clave para explicar el desplazamiento forzado en El Salvador, Honduras y Guatemala.

Las familias desplazadas tienen más dificultades para cubrir necesidades básicas como vivienda, educación, salud y acceso a empleos formales[1]. En 2015, 110.000 personas huyeron de la región centroamericana y buscaron asilo en el extranjero, siendo esta cifra cinco veces superior a la de 2011. En El Salvador, la tasa de homicidios de mujeres aumentó un 60% entre 2008 y 2015 y, en Honduras, durante el mismo periodo, aumentó un 37%. En el caso de Guatemala, el desplazamiento de sus habitantes está más relacionado con los altos niveles de desigualdad que sufre el país[2].

La mayoría de las personas procedentes de los países centroamericanos buscan seguridad en México y Estados Unidos, en menor medida, en Belice y Costa Rica. Sin embargo, gran parte de estas personas no obtienen protección internacional. En realidad, según la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, las causas por las que una persona puede ser considerada refugiada están muy tasadas, limitándose a motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas. El hecho de huir de la violencia generalizada puede no considerarse una situación merecedora de protección internacional.

De hecho, en 2015, más de 230.000 personas procedentes del Triángulo del Norte Centroamericano fueron detenidas y retornadas a sus países de origen desde los Estados Unidos y México. Resulta trágico que algunas personas retornadas fuesen identificadas y asesinadas por miembros de las pandillas en sus países de origen poco después de su retorno[3].

Dagoberto García, hondureño, relata la experiencia de su hijo[4]:

«Mi hijo es un desplazado por la violencia (…) él tuvo que irse por problemas de amenazas de muerte. Cuando pides el estatuto de asilo tienes que hacer una versión creíble ante al juez. A veces, esta versión de alguien que va huyendo de Honduras por la violencia, las maras o las amenazas la cuentan muchos y, entonces, depende de cómo un tipo te pueda contar su relato (…) Si han contado el mismo relato 98 o 100 personas, el juez no lo cree, no aplica el asilo y lo deportan».

Si el contexto de protección internacional para las personas centroamericanas que huyen de la violencia, las maras y el narcotráfico no ha sido nunca favorable, la investidura de Donald Trump como presidente de Estados Unidos ha producido un incremento de las políticas restrictivas y del clima de hostilidad hacia las personas refugiadas y migrantes. 

El decreto del pasado 17 de enero -en este momento paralizado por un juez federal en los Estados Unidos- preveía la prohibición de entrada en Estados Unidos de personas procedentes de Siria, con carácter indefinido y, durante 120 días, de personas procedentes de 7 países de mayoría musulmana. Además, también suspendía el programa de menores centroamericanos, puesto en marcha en 2014, para brindar vías de acceso legales y seguras a adolescentes amenazados por las maras (pandillas juveniles), en riesgo de reclutamiento forzado, explotación sexual y asesinatos extrajudiciales. Este programa, que preveía la reunificación de estos adolescentes con sus progenitores residentes en Estados Unidos ha sido suspendido también por el Decreto y, en consecuencia, la respuesta a solicitudes en proceso de admisión se sitúan en el limbo legal[5].

Ante esta realidad, diferentes organizaciones no gubernamentales, como Entreculturas, manifiestan la necesidad de ampliar la definición recogida por la Convención de 1951, haciéndola extensiva a toda víctima de conflictos armados, de políticas económicas erróneas o de desastres naturales, y, por razones humanitarias, a toda persona desplazada interna, es decir, cualquier civil desarraigado por la fuerza de su hogar[6].

La Campaña por la Hospitalidad, lanzada en Centroamérica, llama a reconocer la dignidad de cada ser humano y, en especial, de quienes se encuentran en situaciones de vulnerabilidad, como las personas refugiadas y desplazadas.

La transformación de los flujos de movilidad en América Latina y el Caribe plantea, por una parte, la necesidad de renovar los marcos normativos, nacionales e internacionales, en materia de refugio y desplazamiento y, por otra, la de revisar los requisitos que conceden protección internacional. La falta de políticas de acogida y de coordinación entre diferentes estados aumenta la precariedad en la situación de las personas que quedan atrapadas entre fronteras y no son informadas adecuadamente sobre su derecho a la protección internacional[7].

Este es el momento de fomentar una cultura de la hospitalidad y la acogida y solicitar que los estados, incluida España, cumplan con su deber de protección e impulsen medidas que favorezcan la integración social de las personas desplazadas o refugiadas.

Fuente: Cristianismo y Justicia

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