lunes, 22 de mayo de 2017

Bendita laicidad.



Voltaire tenía razón al sostener que los teólogos consideraban que la razón es un foco de luz tenue y, por ello, hay que prescindir de ella y dar paso a la fe. Lutero lo decía sin ambages: “La razón es la mayor enemiga de la fe. Quienquiera que desee ser cristiano debe arrancarle los ojos a la razón…“. Muchos teólogos y, sobre todo, los clérigos se sienten a gusto en este territorio, de ahí que laicidad o secularismo (secularidad) son lexías que hay que arrojar a la cuneta, condenando su uso. Parten, a mi entender, de una premisa errónea: oponer la razón a la fe; cuando son dos realidades, dos vivencias humanas que se complementan; dos faros imprescindibles para el oscuro camino de la existencia.

Prefiero el término laicidad por cuanto se diferencia y se opone a clericalismo; mientras que la lexía secularismo (secularidad) es opuesto a monacato, a la huida del mundo, del siglo.

Hablamos de una sociedad laica, no porque en ella no tenga cabida lo religioso, la fe, sino porque la razón es quien tiene la primacía en el entramado de valores sociales. Se puede decir que la fe, lo religioso, aporta una visión complementaria a la realidad histórica humana, pero no es el único y exclusivo paradigma a seguir.

Si las comparaciones son odiosas, en este mapa lo es más aún. ¿Cuántas atrocidades se han llevado a cabo a lo largo de la historia humana por el fundamentalismo de la fe, al ser considerada como una luz de más kw que la razón, y, por lo tanto, superior a ella? Desde aquella concepción de que lo espiritual, la fe, está por encima de lo material, la razón, y que desemboca en la teoría de las “dos espadas” (no puede ser más desafortunada la metáfora), nuestra sociedad occidental, al menos, ha estado “gobernada” por el clérigo. Ahí está la historia y que a más de uno sorprende lo que decía Gregorio VII en 1075: “Sólo el papa puede llevar los signos imperiales, sólo él tiene derecho a que todos los príncipes le besen los pies, sólo él puede deponer a los emperadores”; o cuando se ve por televisión alguna serie histórica, donde el clérigo no sólo aconseja al emperador, estableciendo los límites de sus decisiones, sino que en más de una ocasión le impone su criterio. Esa ha sido la pura realidad y todavía en nuestra sociedad española el clérigo, a veces sin tapujos, pretende que nuestras leyes y nuestros valores sociales y culturales se adapten a ese pretendido poder de lo espiritual, de lo religioso. Ese tufillo del poder se manifiesta abiertamente en el lenguaje de muchos clérigos. Es el caso, en estos días, de la intervención del cardenal Cañizares en las páginas de La Razón; para él sólo hay un modelo de familia, el integrado por un hombre y una mujer, que es el único “santuario”, donde se protege y defiende la vida. Si en una sociedad, como la nuestra, se defienden otros modelos de familia, ello implica “una actitud irresponsable y suicida que conduce a la humanidad por derroteros de crisis, deterioro y destrucción de incalculables consecuencias”.

“A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, o “Mi Reino no es de este mundo”. Jesús de Nazaret, como hombre laico y profundamente religioso a la vez, pretende, desde esa laicidad, culminar una revolución ética y espiritual en el interior de cada hombre y mujer, no directamente en la sociedad ni en su tejido político, legal y cultural. No es necesario aducir aquí su oposición radical a todo lo que olía a clérigo, a sacerdote. Tal vez el texto evangélico más evidente de su laicidad es su diálogo con la samaritana, una mujer y una extranjera para más fuerza significativa, donde se carga sin paliativos el mayor signo de poder del clérigo, el templo: “Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre…, pero ya llega la hora, y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn. 4, 21.23). Este texto nos lleva al de Ortega y Gasset de 1926, para quien Dios no es sólo un asunto de la “religión”, sino también es “un asunto profano”; o lo que es lo mismo “hay un Dios laico, y este Dios… es lo que ahora está a la vista“.

Una sociedad es laica cuando la razón es el foco luminoso principal, no el único, de su caminar por la historia; pero hay que añadir otros pilares a este basamento: libertad, autonomía, ausencia de mediaciones.

1. a) Sin libertad la razón no puede desarrollar su rol específico de iluminar el entramado social de una comunidad. Para Blas de Otero libertad es también luz, alba y, sobre todo, palabra que hace trizas el silencio impuesto por la dictadura política o el fundamentalismo religioso. La libertad, como elemento óntico del ser humano, es una de esas certezas irrenunciables y tan placentera que, para H. Bergson, es “entre todos los hechos que observamos, no hay ninguno que sea más claro”. Para el poeta bilbaíno la libertad, ese hecho incuestionable, se relaciona con la ruptura de cadenas y, sobre todo, con el no-silencio; o lo que es lo mismo, poder hablar, hacer uso de la palabra. Nuestra sociedad española sabe muy bien, con la no lejana dictadura franquista, qué es eso del silencio; otro tanto habría que añadir del fundamentalismo religioso, que ampara y promueve no sólo el que las mujeres “in Ecclesia taceant”, sino que el clérigo es el único que tiene la palabra, como bien resalta la Vehementer Nos de Pío X (los textos se podrían multiplicar hasta el infinito): “…que sólo en la categoría pastoral (los clérigos) residen la autoridad y el derecho de mover y dirigir a los miembros hacia el fin propio de la sociedad; la obligación, en cambio, de la multitud no es otra que dejarse gobernar y obedecer dócilmente las directrices de sus pastores”.

2. b) A la libertad la sustenta la autonomía, la capacidad de valerse por sí mismo, de tomar decisiones desde el no-silencio y desde la luminaria de la razón, que es la que la regula, para que no sea una autonomía a lo loco, mediante el autodominio, factor también imprescindible, según Tomás de Aquino, en la libertad. En el territorio eclesiástico se aplica la obediencia como elemento impositivo que anula la variable humana de la autonomía. “Oboedire”, por el contrario, implica salir al encuentro del otro y desde ahí compartir las propuestas y no el aceptar sumisamente, silenciosamente lo que se proponga. La parábola del “buen pastor”, desde una hermenéutica rastrera e interesada, le viene al clérigo como anillo al dedo para minar la autonomía del creyente, un adulto que ha de ser responsablemente consciente de su tarea dentro del pueblo de Dios y dentro del mundo; para ello no necesita la voz guiadora ni la mano protectora del clérigo, sino como la de un compañero más en el camino.

3. c) La autonomía nos lleva a la no-mediación, es decir, el creyente no necesita del sacerdote ni para relacionarse con Dios ni para recibir las bondades divinas. A tenor de lo expresado en el texto de la encíclica Vehementer Nos el sacerdote, el ministerio ordenado, es el único que sabe y conoce el buen camino y a través del cual, como único agente de los sacramentos, se puede recibir los dones divinos. Así la vida espiritual está en sus manos y ello comporta que la espiritualidad sea regulada, uniforme; por el contrario, desde la libertad y autonomía, la espiritualidad se fundamenta en experiencias relativas, en experiencias individuales que se comparten y se hacen comunitarias, como la de los discípulos respecto del Resucitado, o como la de las beguinas, cuya experiencia de Dios hace exclamar a su confesor: “donde yo las quería llevar, ellas ya habían llegado”; experiencias, pues, transformadoras del creyente, que recupera así su propia interioridad y se derrama a su alrededor. De esta manera resplandece en plenitud la gratuidad de Dios y no es algo que se merece o se “compra”. JA. Marina comparte esta reflexión: “he visto con claridad cómo la idea de Dios se ha ido moralizando. En sus orígenes, la figura de Dios no estaba relacionada con la bondad, sino con el poder. Que Dios se hiciera bueno fue un gran progreso”. Desde esta perspectiva la religión se hace más humana, más espiritual (no tan ritualista y encorsetada por la norma), más comprensiva con la historia y más de acuerdo con el programa ético del Resucitado.

La hora de la laicidad ha llegado para no irse; la sociedad occidental, y la española de manera vistosa a partir de la democracia, aprecia su influencia, aunque, como toda realidad humana tenga a veces expresiones discordantes; pero sus “bondades” están ahí y se palpan, por más que muchos clérigos sigan levantando el dedo condenatorio, comportándose desde “una psicología de ciudad sitiada”, como expresa acertadamente J. Marías. La laicidad es, pues, una buena hija de la llamada modernidad, a la que M. Fraijó alaba con pasión: “Fue el arrollador empuje de la modernidad el que mitigó supersticiones, fanatismos e intolerancias cristianas; fue ella la que desmontó ingenuas e interesadas construcciones dogmáticas; fue ella la que desacralizó fetiches e insoportables fardos autoritarios…”; pero también la modernidad, indica M. Fraijó, siguiendo a J. Habermas, debe reconocer la influencia del sustrato cristiano en la historia y “mirar, agradecida, a la tradición judeocristiana”.

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