viernes, 4 de mayo de 2018

Las mujeres, creadoras de la Iglesia.

Detalle de El descendimiento de Domingo Valdivieso Henarejos.

Bernardo Pérez Andreo.

Los evangelios son textos escritos de, así me gusta llamarlo, tercer momento. El primer momento es la experiencia que da origen a los textos, el segundo la tradición oral que se transmite entre las personas que forman parte de esa experiencia; los que vivieron con Jesús cuentan lo que oyeron y vieron y lo transmiten a quienes no tuvieron esa suerte. En un tercer momento está la escritura de los textos que conocemos como evangelios, que pasaron por una redacción en varias fases. 

Pues bien, en la última fase del tercer momento tenemos que las comunidades que sustentan la escritura de los evangelios ya habían comenzado a ocultar la participación de las mujeres. Es triste que fuera así, pero así sucedió. Y lo sabemos por lo que no se ocultó por ser palmario y evidente aún para los que no habían conocido a Jesús: que se rodeó de mujeres que le servían, es decir, que estaban con él compartiendo su misión por el Reino de Dios. 

De aquellas mujeres se cita a varias por su nombre, pero ninguna con la importancia de María Magdalena, de quien tenemos sospecha de que representó para los seguidores de Jesús un papel similar al que tras la Pascua fue adoptando Pedro. El rol de Pedro como puente entre dos partidos diferenciados, el de Santiago en Jerusalén y el de Pablo, fue tomando cuerpo en los textos tras constatar su misión conciliadora en las comunidades primitivas, entre los que mantenían una posición más cercana al judaísmo y los que abrían los grupos de forma clara a los gentiles, sin necesidad de exigir circuncisión o sumisión al Templo y los ritos judíos. Por eso vemos que se legitiman con palabras de Jesús posiciones que solo tienen sentido tras la Resurrección. Esto no sucedió en el caso de María Magdalena. Solo disponemos de evangelios apócrifos para hacernos una idea de su importancia en la vida de Jesús.

María Magdalena es la primera persona a la que se aparece el Resucitado. Este dato no podían ocultarlo los evangelios, pero sí podían atenuarlo, colocando inmediatamente a Pedro o a otros varones como garantes de la Resurrección. Sin embargo, es María Magdalena la que experimenta la Resurrección y serán las mujeres las que se encargarán de continuar la obra de Jesús. Ellas son las que se ocupan de los ritos funerarios y de las comidas en honor del fallecido. Ellas son las que continuarán la memoria subversiva de Jesús y las que construirán, con sus experiencias, con su labor, con su memoria, el origen de la Iglesia. Los varones salieron en desbandada, y solo es tras un periodo largo, tipificado como Pentecostés, cuando, fruto de la labor callada y constante de las mujeres, los seguidores se vuelven a reunir y se constituyen las comunidades. Con su labor, las mujeres dieron origen a la Iglesia y la constituyeron en sujeto político de la revolución del Reino, como he contado en La revolución de Jesús. El proyecto del Reino de Dios (PPC, 2018). Luego vendrán los varones y se encargarán de la dirección, pero fueron las mujeres las que lo posibilitaron y las que aun hoy se encargan de que la labor de la Iglesia se realice a pesar de todo.

Es importante que naciera la Iglesia de mano de las mujeres, porque ellas fueron capaces de convertir un cuerpo político en ciernes, las primeras comunidades de Jesús, en sujeto político. La diferencia es sustancial. Un cuerpo político se constituye como una unidad de población bajo unas leyes o normas, o como un grupo dentro de una población que se distingue por sus prácticas. Si la Iglesia hubiera sido un simple cuerpo político podría ser considerada como un grupo más dentro del judaísmo. Lo que hacen las mujeres desde la comensalía de los ritos funerarios, construyendo una realidad social alternativa que refleja la práctica de Jesús, es extender la nueva mesa de Jesús, la comensalía abierta a los excluidos, como verdadera estructura social. No es cuestión de incluir a los excluidos, como el asistencialismo suele proponer, sino de crear una realidad nueva a partir de los excluidos. Esto es lo que convierte al cuerpo político de los seguidores de Jesús en sujeto político, sujeto político de una revolución, la revolución del Reino de Dios.

Este sujeto político va a desarrollar una teología anti-imperial que contrasta con la teología imperial de legitimación. Frente a la teología imperial que impone el sometimiento al único Señor (el emperador) como salvador (soter) y portador de las buenas noticias (euangelia), la Iglesia, propone una teología en la que el Señor, el Salvador y el heraldo de la Buena Nueva es Jesucristo. Él es el origen de una manera de vivir en misericordia, justicia y amor. Es el anunciador de un Reino sin rey, una soberanía sin dominio y una humanidad fraterna de hombres y mujeres. Se trata de una teología anti-imperial o de una anti-teología, pues pretende ser una subversión de los valores imperantes. Los valores del Reino son valores que siempre han portado las mujeres, que permiten una sociedad del cuidado común, de la cercanía amorosa y de la misericordia como movimiento de las entrañas ante el sufrimiento. Por eso Jesús compara el Reino de Dios con una mujer que mezcla tres medidas de harina y una de creciente y todo se convierte en una masa nutritiva. La acción de la mujer de unir lo puro, la harina, y lo impuro, la creciente, es la que permite la existencia de una realidad completamente nueva.

Es hora de ir recuperando el papel de las mujeres en la Iglesia, de romper el aura sensiblera que el clericalismo ha construido entorno a ellas y de sentar las bases de la Iglesia del tercer milenio en continuación con aquellas mujeres, casi todas anónimas, que permitieron, con su labor abnegada, que la Iglesia siguiera adelante con el proyecto del Jesús, el Reino de Dios, donde las prostitutas y los publicanos guían a los que se tienen por puros, donde los niños y marginados tienen un lugar por derecho propio, y donde los varones, para poder acceder, deben hacerse eunucos, es decir, renunciar a su posición de dominio social por la que ejercen el poder.

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